EL PATITO
A pesar de que los dos pichoncillos ya habían salido del
cascarón hacía dos días, el huevo de pato no daba señales de querer eclosionar.
Sabía que tardaría algunos días más. Lo había leído y, además, lo había
confirmado observando la incubación de los patos que paseaban por el corral.
Los patitos no salían hasta pasados veintiocho o treinta días, por lo tanto,
aún quedaban unos seis días para que eclosionaran. A pesar de ello, tendría que
mirar todos los días, por si acaso, porque en cuanto saliera debía retirarlo,
pues echaría a andar inmediatamente.
Se lo había confiado a su mejor paloma, ya vieja, una de las
primeras, toda blanca, preciosa, con manchitas de color marrón claro. El pichón
padre era también imponente, negro y blanco, siempre dispuesto al galanteo.
Ambos tenían el buche sucio, por estar constantemente alimentando a sus
polluelos.
Recordaba perfectamente cuándo se inició en la cría de
palomas caseras. Su interés por los animales existía desde siempre. Le gustaba
observarlos, tocarlos, disfrutarlos. Fue su amigo Domingo el que le facilitó el
primer par de palomas, a las que se unió alguna otra que encontró en las
cercanías de la iglesia, pichones inquietos que se habían caído del nido,
todavía demasiado jóvenes para volar y que cuidaba en la cuadra de los conejos,
con los que hacían buenas mugas.
Cuando pasaron un tiempo en la nueva casa, les cortó las
plumas de las alas y las dejó libres por un pequeño corral hecho con una
alambrada. Esperaba que cuando las plumas les volvieran a crecer ya hubieran
incubado una o dos veces y se hubieran acostumbrado a la casa y podrían ya
volar libres, sin miedo a que se escaparan, seguros de encontrar siempre allí
alimento y cariño, como las personas. Y así ocurrió y el número de palomas
creció. ¡Cómo gozaba visitando los nidos, siguiendo la incubación, viendo
evolucionar a los pichones!
Su interés por los animales no se reducía a las palomas: le
gustaban todos, especialmente las aves, y desde siempre. Con la llegada de la
primavera y durante el verano, Domingo y él recorrían los nidos de gorriones,
los aledaños de la iglesia, a cuyos pies caían indefectiblemente grajillos
demasiado inquietos para permanecer en el nido, algún pichón, con los que
formaba una extensa guardería en una cuadra de su casa.
En otro momento les llegaba el turno a los renacuajos. Le
fascinaba ver cómo se desarrollaban, cómo a ese pececillo regordete poco a poco
se le alargaba la cara y le salían unas protuberancias que se convertían en
patas y la cola poco a poco se iba reduciendo. Allí se movían en marasmo
decenas de renacuajos en una pequeña pila de piedra, en un agua infecta, sucia
y a veces maloliente. Pero, pasados unos días, la forma de rana era evidente.
Todas las tardes acudían a la charca, en el lavajo y recogían nuevos
inquilinos. La poza en la que convivían era un hervidero, apenas si cabía uno
más. Los sacaban del agua y analizaban los cambios que se producían en su
constitución: los ojos, el cuerpo rechoncho donde se podían ver perfectamente
las tripas y órganos internos, la larga cola de pez…
Cuando en la escuela se hablaba de ciencias naturales, Juan
disfrutaba, el tiempo pasaba sin sentirlo, se dejaba ir arrobado por la voz
melodiosa del maestro, asombrado por las fotografías del libro y las que
formaba en su imaginación. Le interesaba sobremanera la paleografía, la
evolución de las especies, la extinción de los dinosaurios, la ley de la
naturaleza en su continuo ciclo de vida y muerte y la adaptación de las
especies en ese proceso vital inevitable de nacimiento, desarrollo,
reproducción y muerte. También de las especies. ¿Sucedería lo mismo con el
hombre?¿Se extinguiría la especie algún día? La muerte parecía estar ahí,
siempre presente, como gran triunfadora.
Al día siguiente volvió a ver el nido y su huevo de pato y a
pasar un tiempo con su paloma favorita. Al principio, cuando se acercaba,
ahuecaba las plumas y metía la cabeza entre ellas en señal amenazante. Cuando
acercaba la mano al nido, lo golpeaba con el ala y le lanzaba picotazos, tal
era su amor por lo polluelos. Pero ante la insistencia del niño, al poco tiempo
se levantaba despacito, como intentando dejar claro que no le tenía miedo y se
alejaba un poco. Rara vez salía volando, como sí hacían otras madres más
temerosas. Ella ya era veterana y sabía que nada sucedería: se había
acostumbrado a las constantes visitas de Juan; era ya uno más de la familia. Entonces,
ya más libre, el muchacho acariciaba apenas a los pequeños pichones y observaba
el huevo. No se le ocurría tocarlo, aunque lo deseaba fervientemente, pues
sabía que, a pesar de la fidelidad de la paloma, su instinto le podría llevar a
aborrecerlo y no podía correr ese riesgo ahora. Sí lo había hecho otras veces
con los huevos de paloma, incluso le había introducido en el nido algún huevo
más, abandonado por otras madres menos preocupadas. Pero este experimento tenía
un valor excepcional.
Al principio pensó que no iba a funcionar, el huevo era
demasiado grande, apenas si la madre adoptiva podía taparlo con sus plumas e
incubarlo decentemente. Pensó incluso en quitarle los otros huevos, pero se
sintió mezquino, traidor y los mantuvo en el nido. No lograba entender cómo la
madre no notaba la diferencia y tiraba el huevo al suelo; pero no,
sorprendentemente adoptó al nuevo hijo en potencia y lo cuidó con la misma
paciencia e intensidad con la que sacaba adelante las otras polladas. Incluso
pensó que al salir los dos pichones lo lanzaría o picotearía, pero no ocurrió
así. Quizás notara que su hijo adoptivo estaba allí, en el interior del huevo, sintiera
sus movimientos, su agitación.
Y, por fin, llegó el día, apenas durmió pensando en que se
había cumplido el plazo, los veintiocho días de incubación. Visitó el nido
antes de salir para la escuela y ya vio que algo había cambiado, parecía más
claro y transparente, más frágil. Al volver, inmediatamente subió al sobrado,
nervioso, y descubrió el milagro. El patito piaba, pero la paloma parecía
tranquila. Lo cogió, no son notar el disgusto de la madre adoptiva que lo
recibió con picotazos y golpes con el ala, y se lo bajó al corral. Allí le dio
algo de comer, pan mojado en agua, algunas hojas verdes de lechuga partiditas
en pequeños trozos y ambos se fueron acostumbrando el uno al otro.
El pequeño patito lo miraba tiernamente y se acurrucaba a su
lado mientras piaba. Juan lo acariciaba, sentía un placer inenarrable al tocar
el plumón amarillo. Lo sentía como propio, como un hijo, y el patito le
correspondía mirándolo y piando, como queriendo comunicarse con él, con el
cariño sincero propio de los animales. Se sentía feliz, importante,
imprescindible para alguien que también le correspondía con su atención. Se
paró ante los insistentes piídos del patito, que apenas podía seguirlo en su
caminar, se acuclilló y lo acarició tiernamente. El patito lo agradeció
encogiendo su cuello.
Ese día no salió de casa a jugar con sus amigos, paseaba por
el corral realizando sus labores: el cuidado de los conejos, de las palomas,
limpiando alguna cuadra y, como un perrillo, el pequeño patito lo seguía piando
insistentemente cuando Juan se distanciaba. Entonces se paraba y cogía al patito
delicadamente, se lo acercaba a la cara y sentía su blandura, su suavidad y el
patito, el calor, el calor maternal que buscaba.
-Habrá que ponerte un nombre –le dijo Juan. Y el pollito lo
miraba como interpretando su mensaje.
Por toda conversación se oyó un pío, pío asertivo, de
conformidad.
Y así permanecieron todo el día. Al llegar la noche, Juan lo
metió en una cajita de zapatos y lo dejó cerca de él, en un lugar calentito, no
lejos de su mano que colgaba de la cama rozando la pelusa del patito, que se
acurrucaba en ella como si fuera su madre. Y así se quedaron dormidos los dos.
A la mañana siguiente, llegó el momento de ir a la escuela,
de separarse por primera vez. Ninguno de los dos parecía estar dispuesto a
tomar la decisión. El patito lo seguía a todas partes, desayunó con él miguitas
de pan y magdalena, incluso le puso en un platito de juguete un poquito de
leche. Su madre le urgía.
Juan no sabía qué hacer, dónde dejarlo, solo, expuesto a los
peligros de perros y gatos que andaban libremente por el corral, ansiosos por
conseguir un bocado tan escaso como suculento. Entonces preparó para él un
hogar cálido y seguro. Lo introdujo en una gran cesta de mimbre y puso en la
parte superior una tabla con una piedra encima. Allí el patito estaría seguro.
Por la tarde se lo enseñaría a sus amigos y especialmente a Domingo, que estaba
al tanto de todo y que compartía su entusiasmo.
Todo así organizado, se dirigió a la escuela, no del todo
tranquilo. No en vano era la primera vez que se separaban. El patito piaba no
se sabía muy bien si pidiendo que no se fuera, que lo llevara con él o
simplemente despidiéndose. Juan no dejaba de mirar atrás, acuciado por su madre
que temía que el muchacho llegara tarde a la escuela.
Esa mañana no pudo concentrarse, no atendía las
explicaciones del maestro pensando en su patito. Le mandó leer y lo hizo de
forma mecánica, como ausente, sin entonación. Leía muy bien para su edad y el
maestro lo escogía para ponerlo como ejemplo de buena entonación y claridad
expresiva. Su preocupación le hizo titubear, dudar al realizar con precisión
las pausas y las entonaciones.
Al tocar el timbre salió como alma que lleva el diablo. No
se despidió de nadie, ni siquiera de Domingo, no quedó con sus amigos para
salir por la tarde. El camino, otras veces tan corto, se le hizo esta vez
eterno, parecía interminable. No veía el momento de encontrarse con su patito,
de ver cómo le había ido, de jugar con él, de caminar juntos por el corral, de
volver a sentirse importante, necesario para alguien. Porque, en el fondo era
eso. Él, un muchacho anónimo, se sentía ahora importante para alguien que lo
seguía impaciente, como si fuera su madre. Y eso lo desazonaba.
Entró corriendo en su casa, siempre abierta. Lanzó la
cartera en una silla y salió pitando hacia el patito. Sí, allí estaba la cesta,
pero no la piedra que colocó encima. Tampoco oyó al patito; levantó la cesta,
pero allí tan solo se veía el plato con el pan y el trigo que le dejó por la
mañana. Pensó que podría haberse escapado; preguntó a su madre que no supo
darle respuesta. Quizás un gato. Buscó y buscó, llamó, chilló hasta asustar a
los animales que estaban a su lado, pero el patito no aparecía, no apareció y
Juan lloró amargamente su ausencia. Otra vez solo.
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