domingo, 26 de mayo de 2019



MATICES DEL EGOÍSMO Y DE LA CONFIANZA

 

 

La vida es pródiga en ofrecer experiencias, todas, indefectiblemente, movidas por el egoísmo, quizás incluso las inspiradas en los más altos principios. Pero también en el día a día cada uno busca cumplir sus objetivos, sus expectativas, a espaldas de los otros; no opuesto, no; eso solo ocurre cuando el egoísmo se une a la maldad y predomina esta segunda en la comisión del acto. Y, en el mejor de los casos, se procura que nadie sufra por nuestras decisiones, pero, como son nuestras, las realizamos a pesar de los demás, de lo que a los demás les ocurra. ¿Es eso malo?, no. ¿Se hace mal a alguien?, no, pero bien tampoco. El otro no cuenta. Quizás nos gustaría que no sufriera, pero en todo caso tampoco nos preocupa, incumbe, puesto que no es ese nuestro objetivo. Será esa otra persona la que tenga que resolverlo, será “su” problema, puesto que uno no pretende hacer daño a nadie. Podríamos considerarlos, con la terminología actual, como daños colaterales. (Como decía un amigo: “Si mi mujer no es mala, pero buena, tampoco).

En el fondo es una cuestión puramente genética: se busca el bien propio, cumplir el objetivo vital; los demás no cuentan. No se trata de hacer mal a nadie, simplemente lo que importa es cumplir el objetivo marcado, sentirse a gusto y, puesto que no se pretende hacer mal a nadie, uno no tiene nada que reprocharse. Sin embargo, en esto se obvia una pregunta, porque esa pregunta no está en el guion. ¿Te has preguntado por las consecuencias de tu decisión, por la repercusión que pueda tener? Y la respuesta es clara: no hago mal a nadie y cada uno debe vivir su vida, cumplir sus expectativas (hace años se decía realizarse). Pero también se podría pensar: ni nada bueno, sino solo para ti.

Y es que el egoísmo tiene muchas caras, es poliédrico y deberíamos pensar si realmente nuestras palabras están acordes con los hechos y se demuestra con los hechos esa supuesta preocupación social (entiéndase social en el sentido etimológico del término), y que nuestros actos lleguen después de una profunda reflexión sobre las consecuencias que tendrán para otros. Ese sería el principio para conseguir ese utópica sociedad perfecta. Pero este planteamiento no es siquiera acorde con los principios genéticos, es antigenético y siempre, unas veces más y otras menos, la cabra tira al monte.

Nuestros actos son como la piedra que tiramos al río: siempre, siempre modifica la corriente, provoca una alteración, proporcional al tamaño y fuerza con la que caiga la piedra, desde unas imperceptibles ondas, hasta el desborde del río. Y así también ocurre en la vida, en el día a día, donde hechos supuestamente intrascendentes de la vida cotidiana pueden tener efectos más o menos importantes en otras personas. En todo caso, no alterarán el curso del río (la piedra no es lo suficientemente grande), pero sí hará que ciertas gotas se vean obligadas a abandonar su cauce, las expulsará de su paraíso, aunque su sacrificio permita que algún hierbajo pueda vivir un poco más.

En realidad, eso es la vida; como diría Heráclito de Éfeso, nada permanece, todo se transforma, y solo algunos, supuestamente los mejor dotados -no de fuerza bruta-, consiguen mantenerse, transformarla. Lo que sí ocurre, en el mundo imperceptible de la gota y de la vida, del día a día, es que uno pierde, como el río, gotas o chorros de confianza en la sociedad, en las personas, en todas las personas. Y alguien puede decir: pero injustamente. Pues sí, posiblemente de forma injusta, olvidando que el principio de la vida, también en sociedad, el principio genético inalterable, incluso con el cambio climático, es el egoísmo. Que, como se ha demostrado en los milenios que llevamos sobre la tierra, no es malo, incluso podemos suponer que es necesario, a pesar de los heridos y muertos que deja a su paso, porque permite sobrevivir a los que olvidando a los otros, mantienen su objetivo e incluso lo consiguen, aunque no sean conscientes de que, en realidad, son víctimas de otro objetivo superior que los envuelve. Todo muy unamuniano.

Vivirán felices creyendo vivir su sueño, a pesar de las víctimas que inconscientemente dejen al lado, si bien no hacen sino cumplir el sueño de otro. Porque no hay nada más lenitivo que no pensar (si se es capaz de conseguirlo), dejarse ir. Quizás ahí esté el secreto real de la vida, la ataraxia.

Como decía Rubén Darío:

Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,

y más la piedra dura porque esa ya no siente,

pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo

ni mayor pesadumbre que la vida consciente.

 

La felicidad parece estar en la inconsciencia, también en la inconsciencia de la trascendencia que nuestros actos provocan en los demás. Los actos no tienen por qué ser malos para que sus consecuencias no sean buenas para otros.

Supuestamente estas reflexiones deberían librarme, por consciente, de sufrir por esta vida, de mi creciente desconfianza en esta sociedad, y, sin embargo, cada vez crece en mí más la melancolía. ¿Tendrá razón Rubén Darío y será mejor no pensar? Pero, ¡y cómo se consigue eso!

viernes, 24 de mayo de 2019



Una tarde cualquiera

 

 

En su MP3 sonaba una canción de Maná, Hechicera:

-Hay una mujer hermosa, la más primorosa, de ojitos verdes y piel gitana…

Desde que la oyó por primera vez lo cautivó por su sensualidad, su lenguaje sugerente e incluso hasta literario:

-Es una hechicera que domina al hombre con sus danzares, con las caderas…

Le recordaba siempre a las bailarinas árabes, o a las danzarinas hawaianas contoneándose con un sugerente y seductor erotismo.

Adaptaba su trote lento, perezoso, al ritmo de la canción, dejándose llevar, contemplando el paisaje y pensando a la vez cómo podría mejorar la metodología de su clase de lengua y literatura con los alumnos de tercero y conseguir interesar a estos alumnos tan ruidosos como despreocupados y desinteresados, algunos demasiado infantiles, y atraerlos a la magia de la literatura, al gusto por la escritura creativa y a la pasión por la lectura.

Sus pensamientos se nublaron al llegar a la torre del agua. Siempre que se acercaba a ella le gustaba imaginarse cómo vivirían las gentes de la Osma medieval que construyeron el castillo y el puente. La torre reverberaba en el río arremansado, ofreciendo una imagen acuosa, débil y blanda, impropia de los ciclópeos sillares de su fábrica. Siempre enfrentada y siempre cercana a la iglesia, como en la realidad. Definitivamente la Edad Media lo atraía, así como la vida en la antigua Uxama. Algún día debería intentar escribir una novela sobre esta ciudad y sus gentes. En otras salidas había pergeñado ya al protagonista, su edad y la imagen difusa de una ciudad bulliciosa cruzaba por su mente.

El río aligeraba su paso bordeando la carretera, dejando a su lado el signo indeleble de su crecida primaveral.

-Todo pasa y todo queda, sonaba ahora en su MP3.

El río y el puente, pensó: el río siempre cambiante, con su eterna y constante renovación; el puente, impertérrito, observador de nuevas gentes, nuevas aguas, nuevas ilusiones, nuevos desengaños, en realidad los mismos de generación en generación, solo cambiaban el ambiente y la decoración, desde su perspectiva milenaria del eterno retorno.

-Tengo que procurar que hablen más, pero, ¿cómo?, si no poseen los conocimientos suficientes para mantener un diálogo técnico. Quizás mis expectativas sean excesivas, quizás…

Ese eterno quizás del perfeccionista, cuya ilusión sería conseguir un alumnado activo, participativo, inquieto, incluso insolente en la pregunta, interesado en lo que hace. Tal vez, como Manrique en Un rayo de luna, lo que perseguía fuera una ilusión. Sin embargo, se negaba a reconocerlo, se resistía a resignarse, a rendirse.

Entre las incipientes hojas de los chopos y álamos de la orilla del río, el canto monótono y embriagador del ruiseñor le abstrajo de sus pensamientos. Más cercano, un jilguero, colorín lo llamaban en su pueblo, visible entre las ramas de los árboles más cercanos al paseo, parecía replicarle, con un trino más variado, tal vez dirigido a su pareja, acaso ya calentando su primera puesta. A pesar del jadeo al que le obligaba su trote, degustaba esa sinfonía natural y sus recuerdos infantiles.

Por momentos, el camino se estrechaba y serpenteaba, constreñido entre la roca y el río, amenazándole con sepultarlo. No eran infrecuentes los desprendimientos. Los riscos verticales simulaban figuras quiméricas, irreales o fantásticas. Al doblar la curva, una inerte cabra férrea parecía otear el río y al viajero con una curiosidad inane, siempre inmóvil e inapetente. El cielo, de un azul impoluto, inconsútil, exento de caprichosas nubes que cuartearan el monótono mar celeste, anunciaba los calores del verano.

Inconsútil, inane, inerte, inerme eran algunos de los adjetivos con los que los chavales habían tenido que construir un texto de unas diez líneas. Años atrás, con ese mismo ejercicio, toda la clase había alcanzado el objetivo de crear un texto de unas diez líneas en las que se incluyesen todos esos adjetivos. Varios alumnos habían conseguido construir textos ingeniosos y algunos, incluso brillantes. Ahora, sin embargo,  ¡Cuánto les había costado a algunos producir un texto decente!. Como cantaba en este momento Joan Manuel Serrat, debía plantearse preparar actividades y tareas para mejorar el deficiente vocabulario de estos muchachos. ¡Pero es tan duro, tan frustrante observar que muchos de ellos no tienen el más mínimo interés, pensaba!

Oyó la voz de un amigo a su espalda. Paró un instante y siguieron caminando en una animada conversación intrascendente durante el resto del trayecto.

Ya en casa, la lectura de la novela comenzada días atrás, le fue envolviendo poco a poco y se dejó llevar por los avatares del relato (¡Oh, Cortázar!). Los ruidos de la casa, aunque perceptibles, sonaban lejanos, extraños, fuera del mundo que iba construyendo en el discurrir de la lectura. Los personajes cobraban vida en su imaginación, una vida tan real a veces como la suya. Y en esos momentos no podía reprimir un profundo sentimiento de envidia, porque, a pesar de sus deseos, no se sentía capaz de construir una historia parecida.

Una voz estridente y repetitiva le sacó de su ensimismamiento y le devolvió a la realidad: la cena esperaba en la mesa.

 

 

jueves, 23 de mayo de 2019



EL PATITO

 

 

A pesar de que los dos pichoncillos ya habían salido del cascarón hacía dos días, el huevo de pato no daba señales de querer eclosionar. Sabía que tardaría algunos días más. Lo había leído y, además, lo había confirmado observando la incubación de los patos que paseaban por el corral. Los patitos no salían hasta pasados veintiocho o treinta días, por lo tanto, aún quedaban unos seis días para que eclosionaran. A pesar de ello, tendría que mirar todos los días, por si acaso, porque en cuanto saliera debía retirarlo, pues echaría a andar inmediatamente.

Se lo había confiado a su mejor paloma, ya vieja, una de las primeras, toda blanca, preciosa, con manchitas de color marrón claro. El pichón padre era también imponente, negro y blanco, siempre dispuesto al galanteo. Ambos tenían el buche sucio, por estar constantemente alimentando a sus polluelos.

Recordaba perfectamente cuándo se inició en la cría de palomas caseras. Su interés por los animales existía desde siempre. Le gustaba observarlos, tocarlos, disfrutarlos. Fue su amigo Domingo el que le facilitó el primer par de palomas, a las que se unió alguna otra que encontró en las cercanías de la iglesia, pichones inquietos que se habían caído del nido, todavía demasiado jóvenes para volar y que cuidaba en la cuadra de los conejos, con los que hacían buenas mugas.

Cuando pasaron un tiempo en la nueva casa, les cortó las plumas de las alas y las dejó libres por un pequeño corral hecho con una alambrada. Esperaba que cuando las plumas les volvieran a crecer ya hubieran incubado una o dos veces y se hubieran acostumbrado a la casa y podrían ya volar libres, sin miedo a que se escaparan, seguros de encontrar siempre allí alimento y cariño, como las personas. Y así ocurrió y el número de palomas creció. ¡Cómo gozaba visitando los nidos, siguiendo la incubación, viendo evolucionar a los pichones!

Su interés por los animales no se reducía a las palomas: le gustaban todos, especialmente las aves, y desde siempre. Con la llegada de la primavera y durante el verano, Domingo y él recorrían los nidos de gorriones, los aledaños de la iglesia, a cuyos pies caían indefectiblemente grajillos demasiado inquietos para permanecer en el nido, algún pichón, con los que formaba una extensa guardería en una cuadra de su casa.

En otro momento les llegaba el turno a los renacuajos. Le fascinaba ver cómo se desarrollaban, cómo a ese pececillo regordete poco a poco se le alargaba la cara y le salían unas protuberancias que se convertían en patas y la cola poco a poco se iba reduciendo. Allí se movían en marasmo decenas de renacuajos en una pequeña pila de piedra, en un agua infecta, sucia y a veces maloliente. Pero, pasados unos días, la forma de rana era evidente. Todas las tardes acudían a la charca, en el lavajo y recogían nuevos inquilinos. La poza en la que convivían era un hervidero, apenas si cabía uno más. Los sacaban del agua y analizaban los cambios que se producían en su constitución: los ojos, el cuerpo rechoncho donde se podían ver perfectamente las tripas y órganos internos, la larga cola de pez…

Cuando en la escuela se hablaba de ciencias naturales, Juan disfrutaba, el tiempo pasaba sin sentirlo, se dejaba ir arrobado por la voz melodiosa del maestro, asombrado por las fotografías del libro y las que formaba en su imaginación. Le interesaba sobremanera la paleografía, la evolución de las especies, la extinción de los dinosaurios, la ley de la naturaleza en su continuo ciclo de vida y muerte y la adaptación de las especies en ese proceso vital inevitable de nacimiento, desarrollo, reproducción y muerte. También de las especies. ¿Sucedería lo mismo con el hombre?¿Se extinguiría la especie algún día? La muerte parecía estar ahí, siempre presente, como gran triunfadora.

Al día siguiente volvió a ver el nido y su huevo de pato y a pasar un tiempo con su paloma favorita. Al principio, cuando se acercaba, ahuecaba las plumas y metía la cabeza entre ellas en señal amenazante. Cuando acercaba la mano al nido, lo golpeaba con el ala y le lanzaba picotazos, tal era su amor por lo polluelos. Pero ante la insistencia del niño, al poco tiempo se levantaba despacito, como intentando dejar claro que no le tenía miedo y se alejaba un poco. Rara vez salía volando, como sí hacían otras madres más temerosas. Ella ya era veterana y sabía que nada sucedería: se había acostumbrado a las constantes visitas de Juan; era ya uno más de la familia. Entonces, ya más libre, el muchacho acariciaba apenas a los pequeños pichones y observaba el huevo. No se le ocurría tocarlo, aunque lo deseaba fervientemente, pues sabía que, a pesar de la fidelidad de la paloma, su instinto le podría llevar a aborrecerlo y no podía correr ese riesgo ahora. Sí lo había hecho otras veces con los huevos de paloma, incluso le había introducido en el nido algún huevo más, abandonado por otras madres menos preocupadas. Pero este experimento tenía un valor excepcional.

Al principio pensó que no iba a funcionar, el huevo era demasiado grande, apenas si la madre adoptiva podía taparlo con sus plumas e incubarlo decentemente. Pensó incluso en quitarle los otros huevos, pero se sintió mezquino, traidor y los mantuvo en el nido. No lograba entender cómo la madre no notaba la diferencia y tiraba el huevo al suelo; pero no, sorprendentemente adoptó al nuevo hijo en potencia y lo cuidó con la misma paciencia e intensidad con la que sacaba adelante las otras polladas. Incluso pensó que al salir los dos pichones lo lanzaría o picotearía, pero no ocurrió así. Quizás notara que su hijo adoptivo estaba allí, en el interior del huevo, sintiera sus movimientos, su agitación.

Y, por fin, llegó el día, apenas durmió pensando en que se había cumplido el plazo, los veintiocho días de incubación. Visitó el nido antes de salir para la escuela y ya vio que algo había cambiado, parecía más claro y transparente, más frágil. Al volver, inmediatamente subió al sobrado, nervioso, y descubrió el milagro. El patito piaba, pero la paloma parecía tranquila. Lo cogió, no son notar el disgusto de la madre adoptiva que lo recibió con picotazos y golpes con el ala, y se lo bajó al corral. Allí le dio algo de comer, pan mojado en agua, algunas hojas verdes de lechuga partiditas en pequeños trozos y ambos se fueron acostumbrando el uno al otro.

El pequeño patito lo miraba tiernamente y se acurrucaba a su lado mientras piaba. Juan lo acariciaba, sentía un placer inenarrable al tocar el plumón amarillo. Lo sentía como propio, como un hijo, y el patito le correspondía mirándolo y piando, como queriendo comunicarse con él, con el cariño sincero propio de los animales. Se sentía feliz, importante, imprescindible para alguien que también le correspondía con su atención. Se paró ante los insistentes piídos del patito, que apenas podía seguirlo en su caminar, se acuclilló y lo acarició tiernamente. El patito lo agradeció encogiendo su cuello.

Ese día no salió de casa a jugar con sus amigos, paseaba por el corral realizando sus labores: el cuidado de los conejos, de las palomas, limpiando alguna cuadra y, como un perrillo, el pequeño patito lo seguía piando insistentemente cuando Juan se distanciaba. Entonces se paraba y cogía al patito delicadamente, se lo acercaba a la cara y sentía su blandura, su suavidad y el patito, el calor, el calor maternal que buscaba.

-Habrá que ponerte un nombre –le dijo Juan. Y el pollito lo miraba como interpretando su mensaje.

Por toda conversación se oyó un pío, pío asertivo, de conformidad.

Y así permanecieron todo el día. Al llegar la noche, Juan lo metió en una cajita de zapatos y lo dejó cerca de él, en un lugar calentito, no lejos de su mano que colgaba de la cama rozando la pelusa del patito, que se acurrucaba en ella como si fuera su madre. Y así se quedaron dormidos los dos.

A la mañana siguiente, llegó el momento de ir a la escuela, de separarse por primera vez. Ninguno de los dos parecía estar dispuesto a tomar la decisión. El patito lo seguía a todas partes, desayunó con él miguitas de pan y magdalena, incluso le puso en un platito de juguete un poquito de leche. Su madre le urgía.

Juan no sabía qué hacer, dónde dejarlo, solo, expuesto a los peligros de perros y gatos que andaban libremente por el corral, ansiosos por conseguir un bocado tan escaso como suculento. Entonces preparó para él un hogar cálido y seguro. Lo introdujo en una gran cesta de mimbre y puso en la parte superior una tabla con una piedra encima. Allí el patito estaría seguro. Por la tarde se lo enseñaría a sus amigos y especialmente a Domingo, que estaba al tanto de todo y que compartía su entusiasmo.

Todo así organizado, se dirigió a la escuela, no del todo tranquilo. No en vano era la primera vez que se separaban. El patito piaba no se sabía muy bien si pidiendo que no se fuera, que lo llevara con él o simplemente despidiéndose. Juan no dejaba de mirar atrás, acuciado por su madre que temía que el muchacho llegara tarde a la escuela.

Esa mañana no pudo concentrarse, no atendía las explicaciones del maestro pensando en su patito. Le mandó leer y lo hizo de forma mecánica, como ausente, sin entonación. Leía muy bien para su edad y el maestro lo escogía para ponerlo como ejemplo de buena entonación y claridad expresiva. Su preocupación le hizo titubear, dudar al realizar con precisión las pausas y las entonaciones.

Al tocar el timbre salió como alma que lleva el diablo. No se despidió de nadie, ni siquiera de Domingo, no quedó con sus amigos para salir por la tarde. El camino, otras veces tan corto, se le hizo esta vez eterno, parecía interminable. No veía el momento de encontrarse con su patito, de ver cómo le había ido, de jugar con él, de caminar juntos por el corral, de volver a sentirse importante, necesario para alguien. Porque, en el fondo era eso. Él, un muchacho anónimo, se sentía ahora importante para alguien que lo seguía impaciente, como si fuera su madre. Y eso lo desazonaba.

Entró corriendo en su casa, siempre abierta. Lanzó la cartera en una silla y salió pitando hacia el patito. Sí, allí estaba la cesta, pero no la piedra que colocó encima. Tampoco oyó al patito; levantó la cesta, pero allí tan solo se veía el plato con el pan y el trigo que le dejó por la mañana. Pensó que podría haberse escapado; preguntó a su madre que no supo darle respuesta. Quizás un gato. Buscó y buscó, llamó, chilló hasta asustar a los animales que estaban a su lado, pero el patito no aparecía, no apareció y Juan lloró amargamente su ausencia. Otra vez solo.