sábado, 1 de junio de 2019



VOCACIÓN SOCIAL
 
 
Obras son amores y no buenas razones dice un refrán castellano para destacar que no por las palabras, sino por las obras se conoce el valor de la persona. Ya que de refranes vamos, existe otro que reza más o menos: Es de bien nacidos ser agradecidos que viene a destacar la virtud de la humildad, extraño don en estos momentos que vivimos.
Pero dejémonos de refranes y centrémonos en lo que hoy nos ocupa, que no es otra cosa que contar una historia, la historia del más antiguo instituto soriano: el Instituto de El Burgo de Osma, mejor conocido hoy como Instituto "Santa Catalina", continuación de la Universidad del mismo nombre.
Simples motivos políticos hicieron que la Universidad de Santa Catalina, comenzada a construir por mandato de don Pedro Álvarez de Acosta en 1541, terminada en 1549 y fundada como tal en 1550, transfiriera su magisterio y se convirtiera por Real Orden de 11 de febrero de 1841 en un humilde Instituto Provincial de Segunda Enseñanza: el primer instituto, por tanto, de Soria. Posteriormente esta misma situación política, quizás también, como ahora, problemas económicos y incluso la falta de alumnos lo sumieron en una especie de letargo en el que sirvió como fuerte en la guerra carlista, estafeta de correos, cuartel de la Guardia Civil y, milagros del destino, Instituto de enseñanza: primero Instituto Laboral, luego Instituto de Bachillerato y de Formación Profesional y en estos momentos Instituto de Educación Secundaria. Con el nefando traslado, no sólo se perdió una enseñanza secular en Soria, sólo hoy a duras penas rescatada, sino que permanecen irredentos libros y utensilios diversos que algún día la buena razón devolverá al lar del que nunca debieron ser extraídos por odiosas y burdas manos.El remozado edificio universitario se convirtió desde 1953 en Instituto Laboral Elemental y Superior, con el que los habitantes de la extensa zona de El Burgo de Osma pudieron acceder a la enseñanza pública de forma fácil, amparados en la existencia del colegio-residencia para alumnos de otras localidades. El Instituto "Santa Catalina" se convertía así en el centro cultural de la comarca. En estos años de postguerra, de tímida apertura exterior del régimen franquista, el Instituto burgense permite que cientos de jóvenes consigan una enseñanza secundaria difícil de alcanzar en otras comarcas, reducida en la mayoría de los casos a la capital o a las familias con cierto poder adquisitivo. El ya viejo Instituto rejuvenecía con los jóvenes aprendices en sus juegos y risas, sólo aplacado con las externas labores agrícolas y ganaderas en el campo de prácticas, generosamente cedido al Patronato Nacional de Enseñanza Media y Profesional por los ediles municipales para el aprendizaje y formación de los alumnos, según se puede comprobar en la escritura pública firmada el 30 de abril de 1957 por el alcalde don Genaro Loscos Beltrán. El clarividente Ayuntamiento intuyó la importancia del papel del instituto para El Burgo de Osma y su comarca y actuó diligente, generosa e inteligentemente.
Al publicarse la Ley General de Educación de 1970 el Instituto Laboral se transformó en Instituto de Bachillerato y, posteriormente, además, primero en sección y luego en Instituto de Formación Profesional con la denominación de "Río Lobos". Ambas enseñanzas atraían a jóvenes de los lugares cercanos desde San Leonardo de Yagüe hasta Berlanga, desde Langa de Duero hasta Rioseco, quienes a través del Bachillerato Unificado y Polivalente o de la Formación Profesional accedían a estudios universitarios o conseguían una cualificación idónea para optar a distintos puestos de trabajo.
En 1990 la comunidad escolar decide apoyar la denominada Reforma de las Enseñanzas Medias. Ambos Institutos aúnan intereses y la comunidad educativa inicia ilusionada nuevos caminos: unos conscientes de la necesidad de un cambio pedagógico y metodológico en la enseñanza, otros confiando en ciertas promesas  tan necesarias como incumplidas, todos expectantes ante el nuevo reto que se avecinaba. El Instituto "Santa Catalina" se había convertido, por mor de su vocación social, en una especie de gran madre, acogedora de todos los alumnos, incluso de los que no podían acceder a estudios superiores en los institutos de sus localidades. A partir de este momento el viejo aunque siempre bullicioso Instituto ofrecía otra oportunidad a todos los alumnos, incluso a aquellos que no habían logrado superar los objetivos de la E.G.B., sin menoscabo de los que seguían como en cualquier otro centro sus estudios superiores. Y a fe que algunos han aprovechado esa oportunidad que les brindó el Centro y hoy estudian en Valladolid, Soria o Madrid o trabajan, con el título de Formación Profesional, en las empresas de la zona. La Universidad-Instituto "Santa Catalina" mantuvo, otra vez pionera, consciente o inconscientemente, su centenaria labor social, incomprendida a veces sin embargo por personas y entidades ancladas en el pasado.
 
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No importaba sin embargo esta nimiedad, convencida como estaba de su meta. No encontró en absoluto el reconocimiento social, pero tampoco lo había buscado: eso quedaba para los que lo hicieron con esa intención, si alguno hubo; por ello no debía pararse, aunque le dolieran las críticas y las zancadillas. Su justificación estaba viva: eran esos cientos de alumnos que correteaban descuidados por sus corredores. Poco le preocupa que los otros no se acuerden de ella ahora, cuando  ya las cosas están asentadas. Su justificación no estaba en el cambio en sí, sino en la función para la que un día fue creada allá en 1541: el rigor propedéutico, la seriedad organizativa y la calidad pedagógica.
A la gran madre no podían desviarla de sus ideas ni las aduladoras promesas ni los cambios propugnados; su vida se dilataba desde el áureo Renacimiento hasta el vertiginoso siglo XX, desde el circunspecto XVIII hasta el revolucionario y desgraciado para ella siglo XIX. Sus jóvenes hijos quedaron sin embargo prendados por el canto de sirenas, tan absortos y ensimismados cuanto más tarde desengañados.
- ¡Pobres!- masculló- y vino a su recuerdo una deliciosa película: Bienvenido Mr. Marshall.
- Tan sólo queda el trabajo diario, lo demás... Recordó entonces ese versículo del Eclesiastés citado y remembrado con frecuencia en sus claustros en los comentarios vespertinos de ciertos capítulos del  Kempis: "Vanidad de vanidades, todo es vanidad". No en vano había estado sujeta a las doctrinas eclesiásticas durante tres largos siglos.
- ¿No lo dijo también un joven poeta sevillano, catedrático de Francés? Ah, sí:
 
 
"¿Dónde está la utilidad
de nuestras utilidades?
Volvamos a la verdad:
vanidad de vanidades."
 
A menudo, no sólo ahora, le han negado el pan y la sal: eso y no otra cosa son ciertas calumnias vertidas en artículos procaces. A duras penas resiste en pie, vencida por los años y las cicatrices del paso del tiempo; pero todos se han acostumbrado a su fortaleza, no reparan en sus achaques y olvidan. Se repite lo que dijo otro sevillano enamorado de Soria en una de sus mujeres:
 
"Y ella prosigue alegre su camino
feliz, risueña, impávida ¿y por qué?
Porque no brota sangre de la herida,
porque el muerto está en pie."
 

Y paró mientes en los tiempos no lejanos en que todos se acercaban a verla, la adulaban y hacían guiños, ensalzaban sus hazañas, pero también en esos momentos sabía que es mayor señal de verdadero amor una amorosa reprehensión que las demasiadas alabanzas. Por eso, ella sigue su camino; perdona aunque no puede olvidar, porque el olvido es patrimonio de los descerebrados, el perdón, de los magnánimos. Y, si bien difícilmente podrá hacer restañar esas heridas, sólo vive por y para sus hijos, para sus verdaderos hijos: siempre ha sido así.
Además... y qué que no le reconozcan su trabajo: ¡es que alguna vez sus metas estuvieron puestas allí! ¡Es que alguna vez buscó el protagonismo! No, el protagonismo se lo han adjudicado otros, ella prosigue su camino interminable, porque tiene una clara misión, una misión social, ajena a cualquier reconocimiento. Nunca ha pretendido figurar (vanidad de vanidades); admite, como castellana, que "no nos ha colocado en el mundo la Naturaleza para juego y pasatiempos, sino para una vida seria y para acciones de gravedad e importancia", que dijera Cicerón. Y nada ni nadie la va a desviar de su ruta, de su consciente vocación social. Seguirá inculcando a sus hijos la seriedad, la altura de miras, huyendo de las modas que pasan y buscando lo imperecedero, lo inmutable, lo trascendente. Se ha preocupado por todos, grandes y pequeños, fuertes y débiles, altos y bajos; en todos ha buscado y a veces ha encontrado esa chispa, esa estrella, ese don; a todos les ha imbuido la doctrina del gran maestro Francisco Giner de los Ríos y con él y Machado grita para acallar esos inútiles llantos en que se ahoga el vulgo: "¡Yunques, sonad, enmudeced, campanas!"
Algún día, quizás algún día la dejarán descansar y pasar el relevo; quizás un día sus admiradores cumplan las promesas, quizás un día aparezcan humildes y humillados, reconozcan su deuda y la coloquen en su pedestal, le adecenten su casa y la honren públicamente. Quizás un día demuestren su eugenesia.
 
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Hoy nuestro Instituto de Educación Secundaria sigue donde antaño estuvo ubicada la antigua Universidad de Santa Catalina, donde enseñaron y aprendieron grandes personajes de nuestra cultura: el músico ciego Francisco Salinas, cantado por Fray Luis de León o el ilustrado Gaspar Melchor de Jovellanos por citar dos ejemplos, insuficiente incluso para albergar a los escasos alumnos que hasta allí acuden. Han cambiado los siglos, han cambiado los hombres y los sistemas; permanece inmutable, demasiado inmutable el edificio.
El Instituto mantiene su transformación espiritual; se ha convertido en un centro integral en el más puro estilo de la LOGSE, convencido de su labor social integradora. Sus alumnos variados como sus caras exigen diversas respuestas: la bulliciosa Secundaria, la prometedora Garantía Social, los circunspectos Bachilleratos y la atrayente Formación Profesional. Su instinto social lo ha transformado en un centro moderno al menos en espíritu, que, con Ortega y Gasset, afirma que "siempre es más fecunda una ilusión que un deber".
 
 
 
Francisco Vidal González 1996

domingo, 26 de mayo de 2019



MATICES DEL EGOÍSMO Y DE LA CONFIANZA

 

 

La vida es pródiga en ofrecer experiencias, todas, indefectiblemente, movidas por el egoísmo, quizás incluso las inspiradas en los más altos principios. Pero también en el día a día cada uno busca cumplir sus objetivos, sus expectativas, a espaldas de los otros; no opuesto, no; eso solo ocurre cuando el egoísmo se une a la maldad y predomina esta segunda en la comisión del acto. Y, en el mejor de los casos, se procura que nadie sufra por nuestras decisiones, pero, como son nuestras, las realizamos a pesar de los demás, de lo que a los demás les ocurra. ¿Es eso malo?, no. ¿Se hace mal a alguien?, no, pero bien tampoco. El otro no cuenta. Quizás nos gustaría que no sufriera, pero en todo caso tampoco nos preocupa, incumbe, puesto que no es ese nuestro objetivo. Será esa otra persona la que tenga que resolverlo, será “su” problema, puesto que uno no pretende hacer daño a nadie. Podríamos considerarlos, con la terminología actual, como daños colaterales. (Como decía un amigo: “Si mi mujer no es mala, pero buena, tampoco).

En el fondo es una cuestión puramente genética: se busca el bien propio, cumplir el objetivo vital; los demás no cuentan. No se trata de hacer mal a nadie, simplemente lo que importa es cumplir el objetivo marcado, sentirse a gusto y, puesto que no se pretende hacer mal a nadie, uno no tiene nada que reprocharse. Sin embargo, en esto se obvia una pregunta, porque esa pregunta no está en el guion. ¿Te has preguntado por las consecuencias de tu decisión, por la repercusión que pueda tener? Y la respuesta es clara: no hago mal a nadie y cada uno debe vivir su vida, cumplir sus expectativas (hace años se decía realizarse). Pero también se podría pensar: ni nada bueno, sino solo para ti.

Y es que el egoísmo tiene muchas caras, es poliédrico y deberíamos pensar si realmente nuestras palabras están acordes con los hechos y se demuestra con los hechos esa supuesta preocupación social (entiéndase social en el sentido etimológico del término), y que nuestros actos lleguen después de una profunda reflexión sobre las consecuencias que tendrán para otros. Ese sería el principio para conseguir ese utópica sociedad perfecta. Pero este planteamiento no es siquiera acorde con los principios genéticos, es antigenético y siempre, unas veces más y otras menos, la cabra tira al monte.

Nuestros actos son como la piedra que tiramos al río: siempre, siempre modifica la corriente, provoca una alteración, proporcional al tamaño y fuerza con la que caiga la piedra, desde unas imperceptibles ondas, hasta el desborde del río. Y así también ocurre en la vida, en el día a día, donde hechos supuestamente intrascendentes de la vida cotidiana pueden tener efectos más o menos importantes en otras personas. En todo caso, no alterarán el curso del río (la piedra no es lo suficientemente grande), pero sí hará que ciertas gotas se vean obligadas a abandonar su cauce, las expulsará de su paraíso, aunque su sacrificio permita que algún hierbajo pueda vivir un poco más.

En realidad, eso es la vida; como diría Heráclito de Éfeso, nada permanece, todo se transforma, y solo algunos, supuestamente los mejor dotados -no de fuerza bruta-, consiguen mantenerse, transformarla. Lo que sí ocurre, en el mundo imperceptible de la gota y de la vida, del día a día, es que uno pierde, como el río, gotas o chorros de confianza en la sociedad, en las personas, en todas las personas. Y alguien puede decir: pero injustamente. Pues sí, posiblemente de forma injusta, olvidando que el principio de la vida, también en sociedad, el principio genético inalterable, incluso con el cambio climático, es el egoísmo. Que, como se ha demostrado en los milenios que llevamos sobre la tierra, no es malo, incluso podemos suponer que es necesario, a pesar de los heridos y muertos que deja a su paso, porque permite sobrevivir a los que olvidando a los otros, mantienen su objetivo e incluso lo consiguen, aunque no sean conscientes de que, en realidad, son víctimas de otro objetivo superior que los envuelve. Todo muy unamuniano.

Vivirán felices creyendo vivir su sueño, a pesar de las víctimas que inconscientemente dejen al lado, si bien no hacen sino cumplir el sueño de otro. Porque no hay nada más lenitivo que no pensar (si se es capaz de conseguirlo), dejarse ir. Quizás ahí esté el secreto real de la vida, la ataraxia.

Como decía Rubén Darío:

Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,

y más la piedra dura porque esa ya no siente,

pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo

ni mayor pesadumbre que la vida consciente.

 

La felicidad parece estar en la inconsciencia, también en la inconsciencia de la trascendencia que nuestros actos provocan en los demás. Los actos no tienen por qué ser malos para que sus consecuencias no sean buenas para otros.

Supuestamente estas reflexiones deberían librarme, por consciente, de sufrir por esta vida, de mi creciente desconfianza en esta sociedad, y, sin embargo, cada vez crece en mí más la melancolía. ¿Tendrá razón Rubén Darío y será mejor no pensar? Pero, ¡y cómo se consigue eso!

viernes, 24 de mayo de 2019



Una tarde cualquiera

 

 

En su MP3 sonaba una canción de Maná, Hechicera:

-Hay una mujer hermosa, la más primorosa, de ojitos verdes y piel gitana…

Desde que la oyó por primera vez lo cautivó por su sensualidad, su lenguaje sugerente e incluso hasta literario:

-Es una hechicera que domina al hombre con sus danzares, con las caderas…

Le recordaba siempre a las bailarinas árabes, o a las danzarinas hawaianas contoneándose con un sugerente y seductor erotismo.

Adaptaba su trote lento, perezoso, al ritmo de la canción, dejándose llevar, contemplando el paisaje y pensando a la vez cómo podría mejorar la metodología de su clase de lengua y literatura con los alumnos de tercero y conseguir interesar a estos alumnos tan ruidosos como despreocupados y desinteresados, algunos demasiado infantiles, y atraerlos a la magia de la literatura, al gusto por la escritura creativa y a la pasión por la lectura.

Sus pensamientos se nublaron al llegar a la torre del agua. Siempre que se acercaba a ella le gustaba imaginarse cómo vivirían las gentes de la Osma medieval que construyeron el castillo y el puente. La torre reverberaba en el río arremansado, ofreciendo una imagen acuosa, débil y blanda, impropia de los ciclópeos sillares de su fábrica. Siempre enfrentada y siempre cercana a la iglesia, como en la realidad. Definitivamente la Edad Media lo atraía, así como la vida en la antigua Uxama. Algún día debería intentar escribir una novela sobre esta ciudad y sus gentes. En otras salidas había pergeñado ya al protagonista, su edad y la imagen difusa de una ciudad bulliciosa cruzaba por su mente.

El río aligeraba su paso bordeando la carretera, dejando a su lado el signo indeleble de su crecida primaveral.

-Todo pasa y todo queda, sonaba ahora en su MP3.

El río y el puente, pensó: el río siempre cambiante, con su eterna y constante renovación; el puente, impertérrito, observador de nuevas gentes, nuevas aguas, nuevas ilusiones, nuevos desengaños, en realidad los mismos de generación en generación, solo cambiaban el ambiente y la decoración, desde su perspectiva milenaria del eterno retorno.

-Tengo que procurar que hablen más, pero, ¿cómo?, si no poseen los conocimientos suficientes para mantener un diálogo técnico. Quizás mis expectativas sean excesivas, quizás…

Ese eterno quizás del perfeccionista, cuya ilusión sería conseguir un alumnado activo, participativo, inquieto, incluso insolente en la pregunta, interesado en lo que hace. Tal vez, como Manrique en Un rayo de luna, lo que perseguía fuera una ilusión. Sin embargo, se negaba a reconocerlo, se resistía a resignarse, a rendirse.

Entre las incipientes hojas de los chopos y álamos de la orilla del río, el canto monótono y embriagador del ruiseñor le abstrajo de sus pensamientos. Más cercano, un jilguero, colorín lo llamaban en su pueblo, visible entre las ramas de los árboles más cercanos al paseo, parecía replicarle, con un trino más variado, tal vez dirigido a su pareja, acaso ya calentando su primera puesta. A pesar del jadeo al que le obligaba su trote, degustaba esa sinfonía natural y sus recuerdos infantiles.

Por momentos, el camino se estrechaba y serpenteaba, constreñido entre la roca y el río, amenazándole con sepultarlo. No eran infrecuentes los desprendimientos. Los riscos verticales simulaban figuras quiméricas, irreales o fantásticas. Al doblar la curva, una inerte cabra férrea parecía otear el río y al viajero con una curiosidad inane, siempre inmóvil e inapetente. El cielo, de un azul impoluto, inconsútil, exento de caprichosas nubes que cuartearan el monótono mar celeste, anunciaba los calores del verano.

Inconsútil, inane, inerte, inerme eran algunos de los adjetivos con los que los chavales habían tenido que construir un texto de unas diez líneas. Años atrás, con ese mismo ejercicio, toda la clase había alcanzado el objetivo de crear un texto de unas diez líneas en las que se incluyesen todos esos adjetivos. Varios alumnos habían conseguido construir textos ingeniosos y algunos, incluso brillantes. Ahora, sin embargo,  ¡Cuánto les había costado a algunos producir un texto decente!. Como cantaba en este momento Joan Manuel Serrat, debía plantearse preparar actividades y tareas para mejorar el deficiente vocabulario de estos muchachos. ¡Pero es tan duro, tan frustrante observar que muchos de ellos no tienen el más mínimo interés, pensaba!

Oyó la voz de un amigo a su espalda. Paró un instante y siguieron caminando en una animada conversación intrascendente durante el resto del trayecto.

Ya en casa, la lectura de la novela comenzada días atrás, le fue envolviendo poco a poco y se dejó llevar por los avatares del relato (¡Oh, Cortázar!). Los ruidos de la casa, aunque perceptibles, sonaban lejanos, extraños, fuera del mundo que iba construyendo en el discurrir de la lectura. Los personajes cobraban vida en su imaginación, una vida tan real a veces como la suya. Y en esos momentos no podía reprimir un profundo sentimiento de envidia, porque, a pesar de sus deseos, no se sentía capaz de construir una historia parecida.

Una voz estridente y repetitiva le sacó de su ensimismamiento y le devolvió a la realidad: la cena esperaba en la mesa.

 

 

jueves, 23 de mayo de 2019



EL PATITO

 

 

A pesar de que los dos pichoncillos ya habían salido del cascarón hacía dos días, el huevo de pato no daba señales de querer eclosionar. Sabía que tardaría algunos días más. Lo había leído y, además, lo había confirmado observando la incubación de los patos que paseaban por el corral. Los patitos no salían hasta pasados veintiocho o treinta días, por lo tanto, aún quedaban unos seis días para que eclosionaran. A pesar de ello, tendría que mirar todos los días, por si acaso, porque en cuanto saliera debía retirarlo, pues echaría a andar inmediatamente.

Se lo había confiado a su mejor paloma, ya vieja, una de las primeras, toda blanca, preciosa, con manchitas de color marrón claro. El pichón padre era también imponente, negro y blanco, siempre dispuesto al galanteo. Ambos tenían el buche sucio, por estar constantemente alimentando a sus polluelos.

Recordaba perfectamente cuándo se inició en la cría de palomas caseras. Su interés por los animales existía desde siempre. Le gustaba observarlos, tocarlos, disfrutarlos. Fue su amigo Domingo el que le facilitó el primer par de palomas, a las que se unió alguna otra que encontró en las cercanías de la iglesia, pichones inquietos que se habían caído del nido, todavía demasiado jóvenes para volar y que cuidaba en la cuadra de los conejos, con los que hacían buenas mugas.

Cuando pasaron un tiempo en la nueva casa, les cortó las plumas de las alas y las dejó libres por un pequeño corral hecho con una alambrada. Esperaba que cuando las plumas les volvieran a crecer ya hubieran incubado una o dos veces y se hubieran acostumbrado a la casa y podrían ya volar libres, sin miedo a que se escaparan, seguros de encontrar siempre allí alimento y cariño, como las personas. Y así ocurrió y el número de palomas creció. ¡Cómo gozaba visitando los nidos, siguiendo la incubación, viendo evolucionar a los pichones!

Su interés por los animales no se reducía a las palomas: le gustaban todos, especialmente las aves, y desde siempre. Con la llegada de la primavera y durante el verano, Domingo y él recorrían los nidos de gorriones, los aledaños de la iglesia, a cuyos pies caían indefectiblemente grajillos demasiado inquietos para permanecer en el nido, algún pichón, con los que formaba una extensa guardería en una cuadra de su casa.

En otro momento les llegaba el turno a los renacuajos. Le fascinaba ver cómo se desarrollaban, cómo a ese pececillo regordete poco a poco se le alargaba la cara y le salían unas protuberancias que se convertían en patas y la cola poco a poco se iba reduciendo. Allí se movían en marasmo decenas de renacuajos en una pequeña pila de piedra, en un agua infecta, sucia y a veces maloliente. Pero, pasados unos días, la forma de rana era evidente. Todas las tardes acudían a la charca, en el lavajo y recogían nuevos inquilinos. La poza en la que convivían era un hervidero, apenas si cabía uno más. Los sacaban del agua y analizaban los cambios que se producían en su constitución: los ojos, el cuerpo rechoncho donde se podían ver perfectamente las tripas y órganos internos, la larga cola de pez…

Cuando en la escuela se hablaba de ciencias naturales, Juan disfrutaba, el tiempo pasaba sin sentirlo, se dejaba ir arrobado por la voz melodiosa del maestro, asombrado por las fotografías del libro y las que formaba en su imaginación. Le interesaba sobremanera la paleografía, la evolución de las especies, la extinción de los dinosaurios, la ley de la naturaleza en su continuo ciclo de vida y muerte y la adaptación de las especies en ese proceso vital inevitable de nacimiento, desarrollo, reproducción y muerte. También de las especies. ¿Sucedería lo mismo con el hombre?¿Se extinguiría la especie algún día? La muerte parecía estar ahí, siempre presente, como gran triunfadora.

Al día siguiente volvió a ver el nido y su huevo de pato y a pasar un tiempo con su paloma favorita. Al principio, cuando se acercaba, ahuecaba las plumas y metía la cabeza entre ellas en señal amenazante. Cuando acercaba la mano al nido, lo golpeaba con el ala y le lanzaba picotazos, tal era su amor por lo polluelos. Pero ante la insistencia del niño, al poco tiempo se levantaba despacito, como intentando dejar claro que no le tenía miedo y se alejaba un poco. Rara vez salía volando, como sí hacían otras madres más temerosas. Ella ya era veterana y sabía que nada sucedería: se había acostumbrado a las constantes visitas de Juan; era ya uno más de la familia. Entonces, ya más libre, el muchacho acariciaba apenas a los pequeños pichones y observaba el huevo. No se le ocurría tocarlo, aunque lo deseaba fervientemente, pues sabía que, a pesar de la fidelidad de la paloma, su instinto le podría llevar a aborrecerlo y no podía correr ese riesgo ahora. Sí lo había hecho otras veces con los huevos de paloma, incluso le había introducido en el nido algún huevo más, abandonado por otras madres menos preocupadas. Pero este experimento tenía un valor excepcional.

Al principio pensó que no iba a funcionar, el huevo era demasiado grande, apenas si la madre adoptiva podía taparlo con sus plumas e incubarlo decentemente. Pensó incluso en quitarle los otros huevos, pero se sintió mezquino, traidor y los mantuvo en el nido. No lograba entender cómo la madre no notaba la diferencia y tiraba el huevo al suelo; pero no, sorprendentemente adoptó al nuevo hijo en potencia y lo cuidó con la misma paciencia e intensidad con la que sacaba adelante las otras polladas. Incluso pensó que al salir los dos pichones lo lanzaría o picotearía, pero no ocurrió así. Quizás notara que su hijo adoptivo estaba allí, en el interior del huevo, sintiera sus movimientos, su agitación.

Y, por fin, llegó el día, apenas durmió pensando en que se había cumplido el plazo, los veintiocho días de incubación. Visitó el nido antes de salir para la escuela y ya vio que algo había cambiado, parecía más claro y transparente, más frágil. Al volver, inmediatamente subió al sobrado, nervioso, y descubrió el milagro. El patito piaba, pero la paloma parecía tranquila. Lo cogió, no son notar el disgusto de la madre adoptiva que lo recibió con picotazos y golpes con el ala, y se lo bajó al corral. Allí le dio algo de comer, pan mojado en agua, algunas hojas verdes de lechuga partiditas en pequeños trozos y ambos se fueron acostumbrando el uno al otro.

El pequeño patito lo miraba tiernamente y se acurrucaba a su lado mientras piaba. Juan lo acariciaba, sentía un placer inenarrable al tocar el plumón amarillo. Lo sentía como propio, como un hijo, y el patito le correspondía mirándolo y piando, como queriendo comunicarse con él, con el cariño sincero propio de los animales. Se sentía feliz, importante, imprescindible para alguien que también le correspondía con su atención. Se paró ante los insistentes piídos del patito, que apenas podía seguirlo en su caminar, se acuclilló y lo acarició tiernamente. El patito lo agradeció encogiendo su cuello.

Ese día no salió de casa a jugar con sus amigos, paseaba por el corral realizando sus labores: el cuidado de los conejos, de las palomas, limpiando alguna cuadra y, como un perrillo, el pequeño patito lo seguía piando insistentemente cuando Juan se distanciaba. Entonces se paraba y cogía al patito delicadamente, se lo acercaba a la cara y sentía su blandura, su suavidad y el patito, el calor, el calor maternal que buscaba.

-Habrá que ponerte un nombre –le dijo Juan. Y el pollito lo miraba como interpretando su mensaje.

Por toda conversación se oyó un pío, pío asertivo, de conformidad.

Y así permanecieron todo el día. Al llegar la noche, Juan lo metió en una cajita de zapatos y lo dejó cerca de él, en un lugar calentito, no lejos de su mano que colgaba de la cama rozando la pelusa del patito, que se acurrucaba en ella como si fuera su madre. Y así se quedaron dormidos los dos.

A la mañana siguiente, llegó el momento de ir a la escuela, de separarse por primera vez. Ninguno de los dos parecía estar dispuesto a tomar la decisión. El patito lo seguía a todas partes, desayunó con él miguitas de pan y magdalena, incluso le puso en un platito de juguete un poquito de leche. Su madre le urgía.

Juan no sabía qué hacer, dónde dejarlo, solo, expuesto a los peligros de perros y gatos que andaban libremente por el corral, ansiosos por conseguir un bocado tan escaso como suculento. Entonces preparó para él un hogar cálido y seguro. Lo introdujo en una gran cesta de mimbre y puso en la parte superior una tabla con una piedra encima. Allí el patito estaría seguro. Por la tarde se lo enseñaría a sus amigos y especialmente a Domingo, que estaba al tanto de todo y que compartía su entusiasmo.

Todo así organizado, se dirigió a la escuela, no del todo tranquilo. No en vano era la primera vez que se separaban. El patito piaba no se sabía muy bien si pidiendo que no se fuera, que lo llevara con él o simplemente despidiéndose. Juan no dejaba de mirar atrás, acuciado por su madre que temía que el muchacho llegara tarde a la escuela.

Esa mañana no pudo concentrarse, no atendía las explicaciones del maestro pensando en su patito. Le mandó leer y lo hizo de forma mecánica, como ausente, sin entonación. Leía muy bien para su edad y el maestro lo escogía para ponerlo como ejemplo de buena entonación y claridad expresiva. Su preocupación le hizo titubear, dudar al realizar con precisión las pausas y las entonaciones.

Al tocar el timbre salió como alma que lleva el diablo. No se despidió de nadie, ni siquiera de Domingo, no quedó con sus amigos para salir por la tarde. El camino, otras veces tan corto, se le hizo esta vez eterno, parecía interminable. No veía el momento de encontrarse con su patito, de ver cómo le había ido, de jugar con él, de caminar juntos por el corral, de volver a sentirse importante, necesario para alguien. Porque, en el fondo era eso. Él, un muchacho anónimo, se sentía ahora importante para alguien que lo seguía impaciente, como si fuera su madre. Y eso lo desazonaba.

Entró corriendo en su casa, siempre abierta. Lanzó la cartera en una silla y salió pitando hacia el patito. Sí, allí estaba la cesta, pero no la piedra que colocó encima. Tampoco oyó al patito; levantó la cesta, pero allí tan solo se veía el plato con el pan y el trigo que le dejó por la mañana. Pensó que podría haberse escapado; preguntó a su madre que no supo darle respuesta. Quizás un gato. Buscó y buscó, llamó, chilló hasta asustar a los animales que estaban a su lado, pero el patito no aparecía, no apareció y Juan lloró amargamente su ausencia. Otra vez solo.