sábado, 26 de diciembre de 2015


OBJETIVIDAD

 Es frecuente oír a tertulianos y políticos de saldo (y esquina) alabar la intensidad y fidelidad de los hinchas de los equipos de fútbol; incluso muchos periodistas, muy profesionales ellos, parecen tener, como los fieles militantes políticos, un solo ojo por el que todo lo ven del mismo color. Así son capaces de decir exabruptos y simplezas como la de que el público tiene razón porque paga o sentenciar, muy en contra del erudito Feijoo, que el público siempre tiene razón. ¡Vaya majadería!
Pero esto de los forofos y de su falta de criterio no es nuevo. Todos conocemos lo que ocurría en el teatro español del siglo XVII y XVIII, una especie de deporte nacional de la época, donde los incultos mosqueteros chorizos, panduros y polacos defendían con todo tipo de argumentos, generalmente más allá de los verbales, las obras que se representaban en los teatros de que eran seguidores, y atacaban, viniera o no a cuento, las de la sala contraria. No se defendía la mayor o menor calidad de una obra, sino que, desde la irracionalidad, se atacaba o defendía lo que tocara, de acuerdo con las órdenes del matón de turno. En esto era un maestro también Lope de Vega.
Esta falta de objetividad perjudicó, como dice Felipe Pedraza, el espectáculo teatral y hoy perjudica cualquier acto público incluido el político. Pero, claro, se trataba (no sé si ocurre ahora también en esta época en la que, según dicen, aflora la generación mejor formada de nuestra historia) de “gente de baja e servil condición”, en palabras del Marqués de Santillana.
Qué distinta la actitud de los jueces que cuidaban del buen funcionamiento del hecho de armas ocurrido en el siglo XV, denominado Paso honroso. En la séptima carrera de una de las justas, un criado de Lope de Estúñiga, para animar a su señor, gritó: “¡A él, a él!, y los jueces mandaron que se le cortara la lengua, pero se les rogó que aligeraran tan dura pena y le dieron treinta palos y lo llevaron a la cárcel. Parece excesivo, ¿no?, sobre todo si lo comparamos con la pasividad y la hipocresía actual.
Hoy se ve lógico, sin embargo, que un probo ciudadano, cargado del derecho que le da el pago de una entrada, pueda descargar la tensión que le provoca el duro trabajo de oficina y dirigir los improperios que le vengan en gana a árbitro, asistentes y jugadores, porque ha pagado, y eso, pagar, le da patente de corso para insultar, vilipendiar, zaherir, atacar, despreciar y convertirse en juez soberano del partido; ¡faltaría más! Ahora bien, que nadie, fuera de este circo, incluso político, se atreva a cuestionar sus derechos constitucionales o ética profesional. ¡Hasta ahí podríamos llegar!
Es más, ¿cómo es posible que un seguidor caiga en el tremendo error de aplaudir a un jugador del equipo contrario? O, mucho más, que reconozca valor alguno en el equipo contrario. Cualquier debilidad en este sentido debe ser castigada con dureza por absurda e impropia de un seguidor fiel. Por supuesto, cualquier jugador que, de acuerdo con sus intereses, cambie de equipo y mucho más si ficha por el eterno enemigo será considerado traidor. Eso que sería normal y deseable si nuestro precario mercado laboral nos lo permitiera al común de los mortales, y que era moneda común cuando la situación económica era boyante, en este terreno inmerso en lo irracional se convierte en una traición digna de vilipendio, ataque e incluso acoso.
Por ello, este mundo sin orden ni concierto, incluso en lo político, acoge amorosamente a esta serie de gente que unen en su currículo política de extremos y fútbol y que, dada su irracionalidad, incapaces de expresarse verbalmente como personas cultas, su única manera de manifestarse es la violencia hacia el contrario, el oponente, el distinto, también en política.
Pero no se preocupen, ya habrá algún periodista guay que lo justificará enmarcándolo en la situación sociopolítica.
Y es que, al fin y al cabo, cuando la cabeza no rige el comportamiento humano o lo hace para buscar el mal y lo que nos mueve es el corazón, el sentimiento o la ideología, cualquier cosa puede ocurrir, como justificar lo injustificable. Cualquiera puede verlo, sin más, en la reciente historia europea y también política.