lunes, 21 de septiembre de 2015


ENSEÑANZA Y LIBROS DE TEXTO

 
No sé si debido a la ya cansina crisis o a otro tipo de circunstancias –tampoco es trascendente la causa sino el hecho-, el caso es que, al comenzar mis clases y acceder el primer día a la página web donde alojo los materiales de clase y comentar a los alumnos el sistema de trabajo con las nuevas tecnologías, algún muchacho/a me ha contestado que no tenía ordenador en casa y que los libros se los suministraban a través del programa Releo.
Desgraciadamente, y digo desgraciadamente porque, aunque para estos niños sin recursos se ha ideado el programa de préstamos de libros llamado Releo, parece que no se contempla que el profesor elabore sus propios materiales de clase y solo se incluyen en el presupuesto asignado al centro libros con ISBN, es decir, publicados por las editoriales, por lo que no está claro cómo conseguirán estos alumnos estos materiales didácticos. Supongo que el centro asumirá el coste de los de este pesado profesor, puesto que la equidad forma  parte del código genético de este instituto.
En realidad, el libro de texto es lo de menos, pues los contenidos son los que son y con más o menos acierto, parecidos en todos; lo que aporta valor añadido al currículo son las actividades, acordes con las expectativas de cada profesor con respecto a sus alumnos, incluido todo en ese etéreo concepto de la libertad de cátedra, tan fundamental como vilipendiado.
Nada tiene que ver esto con la necesaria coordinación entre los miembros del departamento, que efectivamente existe, sino con la programación de aula, el tercer grado de concreción del currículo, acorde con el currículo oficial, con la programación del departamento y con las directrices consensuadas en el mismo sobre el tratamiento de la materia.
Pero, ¿es tan raro que el profesor elabore sus apuntes, libros y materiales? Yo creo que no, y así lo veo a diario en la actividad de muchos de mis compañeros, especialmente unido al uso de las nuevas tecnologías. Empero, la Consejería no parece contemplar esta posibilidad en el programa Releo.
Solo falta que los padres se quejen argumentando que por qué este señor/a no sigue los libros de texto  de las editoriales como todo el mundo.

Si vales, bene.

 

 

 

 

 

EVALUACIÓN Y CALIFICACIÓN


Inmersos ya en la implantación de la LOMCE, asistimos con temor a ciertas discrepancias sobre aspectos profesionales. No nos referimos tanto a las discrepancias políticas, verdadera rémora para el barco de la enseñanza, sino a las de los profesionales de la misma. Así ocurre desde hace más de cuarenta años con el tema de la evaluación o mal llamada evaluación, uno de los puntos donde parece ponerse el acento en este proceso de implantación y verdadero dolor de cabeza para un profesional perplejo y desorientado.
No hace mucho tiempo intentaba explicar las razones de por qué, tras cuarenta años de mandato normativo y aplicación, todavía hoy no se realiza bien el proceso de evaluación continua (Francisco Vidal González, “Evaluación continua”, Revista Supervisión 21, n.º 25, julio 2012,


Siete años llevamos ya aplicando la LOE y la evaluación por competencias a ella unida, y se vuelve a repetir el error: no se evalúan competencias sino que se califican a partir de la nota que obtiene el alumno en los contenidos de cada materia, a lo que se aplica una nota genérica, porque el problema no está tanto en la calificación como en entender el nuevo concepto y las ideas que subyacen a él y, por tanto, aplicar una metodología adecuada y un proceso de evaluación consecuente con esa metodología.
Pero es que la programación didáctica de los departamentos sigue siendo una serie de folios, una obligación administrativa, un imperativo legal ajeno a los profesores, que no la sienten suya, interpretado, además, por otras instancias: algo impersonal, cuando el currículo es, como veremos y así aparece recogido en toda la literatura sobre didáctica, la reflexión del profesional sobre su quehacer diario. La contradicción, de facto, es evidente.
Nuestra convicción es muy distinta, y así lo expresábamos en el artículo citado. Nuestra convicción es “que la programación didáctica que concreta el currículo oficial es el documento en el que el profesor expone sus ideas sobre la enseñanza y su forma de actuar. Ello supone que el profesor ha realizado un sereno acto de reflexión de la normativa, de la función de su área o materia en el nivel educativo correspondiente y de las teorías psicológicas y pedagógicas que tratan sobre el proceso de enseñanza y aprendizaje, y que lo que allí se dice tiene coherencia terminológica, conceptual e incluso ética o deontológica. Es decir, es mucho más que un documento administrativo, es el compromiso de un profesional”.
Porque, y seguimos citando “el profesor debe ser, ante todo, un investigador capaz de dar respuesta y solución a los problemas educativos y favorecer el crecimiento del alumno, como ser que piensa autónomamente y que pretende ser miembro responsable de una sociedad. Coinciden estos recuerdos con las ideas sobre investigación en la acción de Elliott o Stehouse, que proponen que el profesor se convierta en un investigador en el aula. A la vez, coinciden también con la bella definición que M.ª Hortensia Lacau ofrece sobre educación en su libro La lectura creadora (1966:17)”.
Por ello la programación debe hacerla el profesor, respetando los epígrafes de la norma, pero con sus ideas. Más cuando los legisladores, con mucha prudencia, establecen orientaciones metodológicas para ayuda del profesorado, pero siempre respetando un principio normativo superior un tanto olvidado, como es la libertad de cátedra reconocida en la LODE. En el fondo, lo que subyace es una atávica desconfianza en la trabajo y capacidad del profesorado.
Las editoriales presentan en una especie de acuerdo sospechoso un sistema no de evaluación, sino de calificación de estándares absolutamente demencial, en el que podrían tomarse unas trescientas notas por alumno y sesión de evaluación, solo tratable de manera informática y con un gasto de tiempo extraordinario para el profesor que no podrá dedicarse a otra cosa.
El cambio que la evaluación por estándares precisa no creemos que esté en emplear este u otro instrumento de evaluación más o menos novedoso como las rúbricas, sino de (¡otra vez!) acometer un cambio metodológico con el asesoramiento necesario, a partir de ideas claras sobre el papel del currículo, y dejar trabajar a los profesionales con la supervisión que se considere oportuna, si realmente creemos que lo son y no meras correas de transmisión.
Evaluar y calificar se consideran todavía hoy desgraciada y erróneamente como sinónimos. La influencia del conductismo por un lado, y la presión social y la competitividad trasladada al aula, por otro, están en el origen y mantenimiento del error.
Pero vayamos por partes y comencemos por la definición de ambas para realizar una análisis lo más ajustado posible.
La evaluación es un proceso que permite conocer el estadio en el que se encuentra una actividad o institución, con el fin de proponer acciones de mejora. Evaluar significa emitir un juicio sobre alguna realidad. La evaluación, por tanto, no tiene un fin en sí misma, sino que es un medio de conocimiento y de actuación; es decir, posee carácter formativo e informativo. Pero a esta función se le añaden otras de tipo social: acreditación, titulación, valoración del sistema, etc. Cuando en la evaluación prima esta función social, la evaluación se produce en momentos concretos y con fines sociales, generalmente fuera del proceso educativo.
Calificar lo define la RAE en la acepción tercera, edición de 2014, de su diccionario, como “juzgar el grado de suficiencia o de insuficiencia de los conocimientos demostrados por un alumno u opositor en un examen o ejercicio”. La calificación la define: “2. Puntuación obtenida en un examen o en cualquier tipo de prueba”. La calificación no es sino una de las funciones, una consecuencia de la evaluación, algo secundario para la evaluación, cuya función primordial es conocer para actuar. Por lo tanto, con Gimeno Sacristán (1998:24) creemos que “si la evaluación tiene que servir para que los profesores reflexionen sobre la práctica y sobre cómo responden los alumnos a las demandas que se les hace, es preciso recoger y plasmar otras informaciones que no sean las simples calificaciones escolares tradicionales”. No se trata de huir de la calificación, necesaria y obligatoria normativamente hablando, sino de sumir la evaluación y la calificación en el proceso educativo y propiciar efectivamente los valores del trabajo diario, el esfuerzo y dotar a la evaluación de valores positivos, como los de conocimiento y mejora e instrumento que coadyuve a la motivación del alumno por el estudio.
El concepto de evaluación es casi sinónimo del de supervisión. Eduardo Soler Fiérrez ofrece una definición general de supervisión (Fundamentos de supervisión educativa, Madrid, La Muralla, 1993, p. 48): “El estudio de los principios, estrategias, técnicas, procedimientos e instrumentos de control, orientación y valoración que se lleva a cabo en el seno de las organizaciones en orden a su vertebración, regulación, impulso e innovación. En su ya clásico libro (La visita de inspección, Madrid, La Muralla, 1991, pág. 110), Eduardo Soler Fiérrez recoge la afirmación de D. Sperb sobre la supervisión: “La supervisión será siempre una forma de verificación, de evaluación con el fin de prestar ayuda y colaboración”.
En términos generales, supervisar es ejercer el control de cualquier proceso de producción, fabricación u otro tipo de actividad para conseguir niveles óptimos de calidad y rentabilidad. Y ese es el sentido de la evaluación y el principal papel del profesor como evaluador. A ello se añade otra función del profesor, la de cuantificar numéricamente ese grado de asimilación de contenidos o adquisición de competencias ahora, con un carácter eminente social y de concurrencia competitiva si fuera necesario.
Falta una explicación didáctica y seria de la nueva metodología que predica la normativa sobre el trabajo y evaluación por competencias. El profesor sigue siendo autodidacta en este país en todo lo relacionado con dar clase, con el uso de procedimientos pedagógicos y didácticos, primordial en otros países avanzados en esto de la enseñanza.
Evaluar está relacionado con conocimiento de la situación para provocar cambios positivos, mejora a través de la adaptación del proceso al alumnado, sin perder de vista los contenidos. En última instancia, la adaptación de la metodología o del procedimiento de instrucción. Mientras que calificar consiste en constatar el grado de adquisición de un conocimiento o competencia de forma más o menos objetiva y establecer un valor con fines sociales. Son dos ideas, pues, muy distintas, aunque también el legislador las confunda habitualmente en la norma.
El acento debe ponerse en lo primero, en la evaluación: lo verdaderamente educativo y lo que aporta valor añadido al proceso de enseñanza-aprendizaje, sin olvidar nuestra labor social, procurando ser lo más objetivos posible en nuestra calificación, por la trascendencia que pueda tener en la vida del alumno.
La evaluación consecuente con la metodología y la correcta elección de los otros aspectos del currículo (léase aquí programación) nos convierte en profesionales; la calificación, y más este tipo de calificación puramente numérica, nos transforma en auxiliares administrativos, dicho sea con todo el respeto por la labor de los auxiliares administrativos, entre los que tengo buenos amigos y algo más que amigos.
El profesional solo lo es si es autónomo; autonomía que predican no sé si en el desierto las distintas y demasiadas leyes y normas de educación de nuestra etapa democrática.