Una tarde cualquiera
En su MP3 sonaba una canción
de Maná, Hechicera:
-Hay una mujer hermosa, la
más primorosa, de ojitos verdes y piel gitana…
Desde que la oyó por primera
vez lo cautivó por su sensualidad, su lenguaje sugerente e incluso hasta
literario:
-Es una hechicera que domina
al hombre con sus danzares, con las caderas…
Le recordaba siempre a las
bailarinas árabes, o a las danzarinas hawaianas contoneándose con un sugerente y
seductor erotismo.
Adaptaba su trote lento,
perezoso, al ritmo de la canción, dejándose llevar, contemplando el paisaje y
pensando a la vez cómo podría mejorar la metodología de su clase de lengua y
literatura con los alumnos de tercero y conseguir interesar a estos alumnos tan
ruidosos como despreocupados y desinteresados, algunos demasiado infantiles, y
atraerlos a la magia de la literatura, al gusto por la escritura creativa y a la
pasión por la lectura.
Sus pensamientos se nublaron
al llegar a la torre del agua. Siempre que se acercaba a ella le gustaba
imaginarse cómo vivirían las gentes de la Osma medieval que construyeron el castillo y el
puente. La torre reverberaba en el río arremansado, ofreciendo una imagen
acuosa, débil y blanda, impropia de los ciclópeos sillares de su fábrica.
Siempre enfrentada y siempre cercana a la iglesia, como en la realidad.
Definitivamente la Edad Media
lo atraía, así como la vida en la antigua Uxama. Algún día debería intentar
escribir una novela sobre esta ciudad y sus gentes. En otras salidas había
pergeñado ya al protagonista, su edad y la imagen difusa de una ciudad
bulliciosa cruzaba por su mente.
El río aligeraba su paso
bordeando la carretera, dejando a su lado el signo indeleble de su crecida
primaveral.
-Todo pasa y todo queda,
sonaba ahora en su MP3.
El río y el puente, pensó:
el río siempre cambiante, con su eterna y constante renovación; el puente,
impertérrito, observador de nuevas gentes, nuevas aguas, nuevas ilusiones,
nuevos desengaños, en realidad los mismos de generación en generación, solo
cambiaban el ambiente y la decoración, desde su perspectiva milenaria del
eterno retorno.
-Tengo que procurar que
hablen más, pero, ¿cómo?, si no poseen los conocimientos suficientes para
mantener un diálogo técnico. Quizás mis expectativas sean excesivas, quizás…
Ese eterno quizás del perfeccionista,
cuya ilusión sería conseguir un alumnado activo, participativo, inquieto,
incluso insolente en la pregunta, interesado en lo que hace. Tal vez, como
Manrique en Un rayo de luna, lo que
perseguía fuera una ilusión. Sin embargo, se negaba a reconocerlo, se resistía a
resignarse, a rendirse.
Entre las incipientes hojas
de los chopos y álamos de la orilla del río, el canto monótono y embriagador
del ruiseñor le abstrajo de sus pensamientos. Más cercano, un jilguero, colorín
lo llamaban en su pueblo, visible entre las ramas de los árboles más cercanos
al paseo, parecía replicarle, con un trino más variado, tal vez dirigido a su
pareja, acaso ya calentando su primera puesta. A pesar del jadeo al que le
obligaba su trote, degustaba esa sinfonía natural y sus recuerdos infantiles.
Por momentos, el camino se
estrechaba y serpenteaba, constreñido entre la roca y el río, amenazándole con
sepultarlo. No eran infrecuentes los desprendimientos. Los riscos verticales
simulaban figuras quiméricas, irreales o fantásticas. Al doblar la curva, una
inerte cabra férrea parecía otear el río y al viajero con una curiosidad inane,
siempre inmóvil e inapetente. El cielo, de un azul impoluto, inconsútil, exento
de caprichosas nubes que cuartearan el monótono mar celeste, anunciaba los
calores del verano.
Inconsútil, inane, inerte,
inerme eran algunos de los adjetivos con los que los chavales habían tenido que
construir un texto de unas diez líneas. Años atrás, con ese mismo ejercicio,
toda la clase había alcanzado el objetivo de crear un texto de unas diez líneas
en las que se incluyesen todos esos adjetivos. Varios alumnos habían conseguido
construir textos ingeniosos y algunos, incluso brillantes. Ahora, sin
embargo, ¡Cuánto les había costado a
algunos producir un texto decente!. Como cantaba en este momento Joan Manuel
Serrat, debía plantearse preparar actividades y tareas para mejorar el
deficiente vocabulario de estos muchachos. ¡Pero es tan duro, tan frustrante
observar que muchos de ellos no tienen el más mínimo interés, pensaba!
Oyó la voz de un amigo a su
espalda. Paró un instante y siguieron caminando en una animada conversación
intrascendente durante el resto del trayecto.
Ya en casa, la lectura de la
novela comenzada días atrás, le fue envolviendo poco a poco y se dejó llevar
por los avatares del relato (¡Oh, Cortázar!). Los ruidos de la casa, aunque
perceptibles, sonaban lejanos, extraños, fuera del mundo que iba construyendo
en el discurrir de la lectura. Los personajes cobraban vida en su imaginación,
una vida tan real a veces como la suya. Y en esos momentos no podía reprimir un
profundo sentimiento de envidia, porque, a pesar de sus deseos, no se sentía
capaz de construir una historia parecida.
Una voz estridente y
repetitiva le sacó de su ensimismamiento y le devolvió a la realidad: la cena
esperaba en la mesa.
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