viernes, 24 de mayo de 2019



Una tarde cualquiera

 

 

En su MP3 sonaba una canción de Maná, Hechicera:

-Hay una mujer hermosa, la más primorosa, de ojitos verdes y piel gitana…

Desde que la oyó por primera vez lo cautivó por su sensualidad, su lenguaje sugerente e incluso hasta literario:

-Es una hechicera que domina al hombre con sus danzares, con las caderas…

Le recordaba siempre a las bailarinas árabes, o a las danzarinas hawaianas contoneándose con un sugerente y seductor erotismo.

Adaptaba su trote lento, perezoso, al ritmo de la canción, dejándose llevar, contemplando el paisaje y pensando a la vez cómo podría mejorar la metodología de su clase de lengua y literatura con los alumnos de tercero y conseguir interesar a estos alumnos tan ruidosos como despreocupados y desinteresados, algunos demasiado infantiles, y atraerlos a la magia de la literatura, al gusto por la escritura creativa y a la pasión por la lectura.

Sus pensamientos se nublaron al llegar a la torre del agua. Siempre que se acercaba a ella le gustaba imaginarse cómo vivirían las gentes de la Osma medieval que construyeron el castillo y el puente. La torre reverberaba en el río arremansado, ofreciendo una imagen acuosa, débil y blanda, impropia de los ciclópeos sillares de su fábrica. Siempre enfrentada y siempre cercana a la iglesia, como en la realidad. Definitivamente la Edad Media lo atraía, así como la vida en la antigua Uxama. Algún día debería intentar escribir una novela sobre esta ciudad y sus gentes. En otras salidas había pergeñado ya al protagonista, su edad y la imagen difusa de una ciudad bulliciosa cruzaba por su mente.

El río aligeraba su paso bordeando la carretera, dejando a su lado el signo indeleble de su crecida primaveral.

-Todo pasa y todo queda, sonaba ahora en su MP3.

El río y el puente, pensó: el río siempre cambiante, con su eterna y constante renovación; el puente, impertérrito, observador de nuevas gentes, nuevas aguas, nuevas ilusiones, nuevos desengaños, en realidad los mismos de generación en generación, solo cambiaban el ambiente y la decoración, desde su perspectiva milenaria del eterno retorno.

-Tengo que procurar que hablen más, pero, ¿cómo?, si no poseen los conocimientos suficientes para mantener un diálogo técnico. Quizás mis expectativas sean excesivas, quizás…

Ese eterno quizás del perfeccionista, cuya ilusión sería conseguir un alumnado activo, participativo, inquieto, incluso insolente en la pregunta, interesado en lo que hace. Tal vez, como Manrique en Un rayo de luna, lo que perseguía fuera una ilusión. Sin embargo, se negaba a reconocerlo, se resistía a resignarse, a rendirse.

Entre las incipientes hojas de los chopos y álamos de la orilla del río, el canto monótono y embriagador del ruiseñor le abstrajo de sus pensamientos. Más cercano, un jilguero, colorín lo llamaban en su pueblo, visible entre las ramas de los árboles más cercanos al paseo, parecía replicarle, con un trino más variado, tal vez dirigido a su pareja, acaso ya calentando su primera puesta. A pesar del jadeo al que le obligaba su trote, degustaba esa sinfonía natural y sus recuerdos infantiles.

Por momentos, el camino se estrechaba y serpenteaba, constreñido entre la roca y el río, amenazándole con sepultarlo. No eran infrecuentes los desprendimientos. Los riscos verticales simulaban figuras quiméricas, irreales o fantásticas. Al doblar la curva, una inerte cabra férrea parecía otear el río y al viajero con una curiosidad inane, siempre inmóvil e inapetente. El cielo, de un azul impoluto, inconsútil, exento de caprichosas nubes que cuartearan el monótono mar celeste, anunciaba los calores del verano.

Inconsútil, inane, inerte, inerme eran algunos de los adjetivos con los que los chavales habían tenido que construir un texto de unas diez líneas. Años atrás, con ese mismo ejercicio, toda la clase había alcanzado el objetivo de crear un texto de unas diez líneas en las que se incluyesen todos esos adjetivos. Varios alumnos habían conseguido construir textos ingeniosos y algunos, incluso brillantes. Ahora, sin embargo,  ¡Cuánto les había costado a algunos producir un texto decente!. Como cantaba en este momento Joan Manuel Serrat, debía plantearse preparar actividades y tareas para mejorar el deficiente vocabulario de estos muchachos. ¡Pero es tan duro, tan frustrante observar que muchos de ellos no tienen el más mínimo interés, pensaba!

Oyó la voz de un amigo a su espalda. Paró un instante y siguieron caminando en una animada conversación intrascendente durante el resto del trayecto.

Ya en casa, la lectura de la novela comenzada días atrás, le fue envolviendo poco a poco y se dejó llevar por los avatares del relato (¡Oh, Cortázar!). Los ruidos de la casa, aunque perceptibles, sonaban lejanos, extraños, fuera del mundo que iba construyendo en el discurrir de la lectura. Los personajes cobraban vida en su imaginación, una vida tan real a veces como la suya. Y en esos momentos no podía reprimir un profundo sentimiento de envidia, porque, a pesar de sus deseos, no se sentía capaz de construir una historia parecida.

Una voz estridente y repetitiva le sacó de su ensimismamiento y le devolvió a la realidad: la cena esperaba en la mesa.

 

 

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