sábado, 1 de junio de 2019



VOCACIÓN SOCIAL
 
 
Obras son amores y no buenas razones dice un refrán castellano para destacar que no por las palabras, sino por las obras se conoce el valor de la persona. Ya que de refranes vamos, existe otro que reza más o menos: Es de bien nacidos ser agradecidos que viene a destacar la virtud de la humildad, extraño don en estos momentos que vivimos.
Pero dejémonos de refranes y centrémonos en lo que hoy nos ocupa, que no es otra cosa que contar una historia, la historia del más antiguo instituto soriano: el Instituto de El Burgo de Osma, mejor conocido hoy como Instituto "Santa Catalina", continuación de la Universidad del mismo nombre.
Simples motivos políticos hicieron que la Universidad de Santa Catalina, comenzada a construir por mandato de don Pedro Álvarez de Acosta en 1541, terminada en 1549 y fundada como tal en 1550, transfiriera su magisterio y se convirtiera por Real Orden de 11 de febrero de 1841 en un humilde Instituto Provincial de Segunda Enseñanza: el primer instituto, por tanto, de Soria. Posteriormente esta misma situación política, quizás también, como ahora, problemas económicos y incluso la falta de alumnos lo sumieron en una especie de letargo en el que sirvió como fuerte en la guerra carlista, estafeta de correos, cuartel de la Guardia Civil y, milagros del destino, Instituto de enseñanza: primero Instituto Laboral, luego Instituto de Bachillerato y de Formación Profesional y en estos momentos Instituto de Educación Secundaria. Con el nefando traslado, no sólo se perdió una enseñanza secular en Soria, sólo hoy a duras penas rescatada, sino que permanecen irredentos libros y utensilios diversos que algún día la buena razón devolverá al lar del que nunca debieron ser extraídos por odiosas y burdas manos.El remozado edificio universitario se convirtió desde 1953 en Instituto Laboral Elemental y Superior, con el que los habitantes de la extensa zona de El Burgo de Osma pudieron acceder a la enseñanza pública de forma fácil, amparados en la existencia del colegio-residencia para alumnos de otras localidades. El Instituto "Santa Catalina" se convertía así en el centro cultural de la comarca. En estos años de postguerra, de tímida apertura exterior del régimen franquista, el Instituto burgense permite que cientos de jóvenes consigan una enseñanza secundaria difícil de alcanzar en otras comarcas, reducida en la mayoría de los casos a la capital o a las familias con cierto poder adquisitivo. El ya viejo Instituto rejuvenecía con los jóvenes aprendices en sus juegos y risas, sólo aplacado con las externas labores agrícolas y ganaderas en el campo de prácticas, generosamente cedido al Patronato Nacional de Enseñanza Media y Profesional por los ediles municipales para el aprendizaje y formación de los alumnos, según se puede comprobar en la escritura pública firmada el 30 de abril de 1957 por el alcalde don Genaro Loscos Beltrán. El clarividente Ayuntamiento intuyó la importancia del papel del instituto para El Burgo de Osma y su comarca y actuó diligente, generosa e inteligentemente.
Al publicarse la Ley General de Educación de 1970 el Instituto Laboral se transformó en Instituto de Bachillerato y, posteriormente, además, primero en sección y luego en Instituto de Formación Profesional con la denominación de "Río Lobos". Ambas enseñanzas atraían a jóvenes de los lugares cercanos desde San Leonardo de Yagüe hasta Berlanga, desde Langa de Duero hasta Rioseco, quienes a través del Bachillerato Unificado y Polivalente o de la Formación Profesional accedían a estudios universitarios o conseguían una cualificación idónea para optar a distintos puestos de trabajo.
En 1990 la comunidad escolar decide apoyar la denominada Reforma de las Enseñanzas Medias. Ambos Institutos aúnan intereses y la comunidad educativa inicia ilusionada nuevos caminos: unos conscientes de la necesidad de un cambio pedagógico y metodológico en la enseñanza, otros confiando en ciertas promesas  tan necesarias como incumplidas, todos expectantes ante el nuevo reto que se avecinaba. El Instituto "Santa Catalina" se había convertido, por mor de su vocación social, en una especie de gran madre, acogedora de todos los alumnos, incluso de los que no podían acceder a estudios superiores en los institutos de sus localidades. A partir de este momento el viejo aunque siempre bullicioso Instituto ofrecía otra oportunidad a todos los alumnos, incluso a aquellos que no habían logrado superar los objetivos de la E.G.B., sin menoscabo de los que seguían como en cualquier otro centro sus estudios superiores. Y a fe que algunos han aprovechado esa oportunidad que les brindó el Centro y hoy estudian en Valladolid, Soria o Madrid o trabajan, con el título de Formación Profesional, en las empresas de la zona. La Universidad-Instituto "Santa Catalina" mantuvo, otra vez pionera, consciente o inconscientemente, su centenaria labor social, incomprendida a veces sin embargo por personas y entidades ancladas en el pasado.
 
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No importaba sin embargo esta nimiedad, convencida como estaba de su meta. No encontró en absoluto el reconocimiento social, pero tampoco lo había buscado: eso quedaba para los que lo hicieron con esa intención, si alguno hubo; por ello no debía pararse, aunque le dolieran las críticas y las zancadillas. Su justificación estaba viva: eran esos cientos de alumnos que correteaban descuidados por sus corredores. Poco le preocupa que los otros no se acuerden de ella ahora, cuando  ya las cosas están asentadas. Su justificación no estaba en el cambio en sí, sino en la función para la que un día fue creada allá en 1541: el rigor propedéutico, la seriedad organizativa y la calidad pedagógica.
A la gran madre no podían desviarla de sus ideas ni las aduladoras promesas ni los cambios propugnados; su vida se dilataba desde el áureo Renacimiento hasta el vertiginoso siglo XX, desde el circunspecto XVIII hasta el revolucionario y desgraciado para ella siglo XIX. Sus jóvenes hijos quedaron sin embargo prendados por el canto de sirenas, tan absortos y ensimismados cuanto más tarde desengañados.
- ¡Pobres!- masculló- y vino a su recuerdo una deliciosa película: Bienvenido Mr. Marshall.
- Tan sólo queda el trabajo diario, lo demás... Recordó entonces ese versículo del Eclesiastés citado y remembrado con frecuencia en sus claustros en los comentarios vespertinos de ciertos capítulos del  Kempis: "Vanidad de vanidades, todo es vanidad". No en vano había estado sujeta a las doctrinas eclesiásticas durante tres largos siglos.
- ¿No lo dijo también un joven poeta sevillano, catedrático de Francés? Ah, sí:
 
 
"¿Dónde está la utilidad
de nuestras utilidades?
Volvamos a la verdad:
vanidad de vanidades."
 
A menudo, no sólo ahora, le han negado el pan y la sal: eso y no otra cosa son ciertas calumnias vertidas en artículos procaces. A duras penas resiste en pie, vencida por los años y las cicatrices del paso del tiempo; pero todos se han acostumbrado a su fortaleza, no reparan en sus achaques y olvidan. Se repite lo que dijo otro sevillano enamorado de Soria en una de sus mujeres:
 
"Y ella prosigue alegre su camino
feliz, risueña, impávida ¿y por qué?
Porque no brota sangre de la herida,
porque el muerto está en pie."
 

Y paró mientes en los tiempos no lejanos en que todos se acercaban a verla, la adulaban y hacían guiños, ensalzaban sus hazañas, pero también en esos momentos sabía que es mayor señal de verdadero amor una amorosa reprehensión que las demasiadas alabanzas. Por eso, ella sigue su camino; perdona aunque no puede olvidar, porque el olvido es patrimonio de los descerebrados, el perdón, de los magnánimos. Y, si bien difícilmente podrá hacer restañar esas heridas, sólo vive por y para sus hijos, para sus verdaderos hijos: siempre ha sido así.
Además... y qué que no le reconozcan su trabajo: ¡es que alguna vez sus metas estuvieron puestas allí! ¡Es que alguna vez buscó el protagonismo! No, el protagonismo se lo han adjudicado otros, ella prosigue su camino interminable, porque tiene una clara misión, una misión social, ajena a cualquier reconocimiento. Nunca ha pretendido figurar (vanidad de vanidades); admite, como castellana, que "no nos ha colocado en el mundo la Naturaleza para juego y pasatiempos, sino para una vida seria y para acciones de gravedad e importancia", que dijera Cicerón. Y nada ni nadie la va a desviar de su ruta, de su consciente vocación social. Seguirá inculcando a sus hijos la seriedad, la altura de miras, huyendo de las modas que pasan y buscando lo imperecedero, lo inmutable, lo trascendente. Se ha preocupado por todos, grandes y pequeños, fuertes y débiles, altos y bajos; en todos ha buscado y a veces ha encontrado esa chispa, esa estrella, ese don; a todos les ha imbuido la doctrina del gran maestro Francisco Giner de los Ríos y con él y Machado grita para acallar esos inútiles llantos en que se ahoga el vulgo: "¡Yunques, sonad, enmudeced, campanas!"
Algún día, quizás algún día la dejarán descansar y pasar el relevo; quizás un día sus admiradores cumplan las promesas, quizás un día aparezcan humildes y humillados, reconozcan su deuda y la coloquen en su pedestal, le adecenten su casa y la honren públicamente. Quizás un día demuestren su eugenesia.
 
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Hoy nuestro Instituto de Educación Secundaria sigue donde antaño estuvo ubicada la antigua Universidad de Santa Catalina, donde enseñaron y aprendieron grandes personajes de nuestra cultura: el músico ciego Francisco Salinas, cantado por Fray Luis de León o el ilustrado Gaspar Melchor de Jovellanos por citar dos ejemplos, insuficiente incluso para albergar a los escasos alumnos que hasta allí acuden. Han cambiado los siglos, han cambiado los hombres y los sistemas; permanece inmutable, demasiado inmutable el edificio.
El Instituto mantiene su transformación espiritual; se ha convertido en un centro integral en el más puro estilo de la LOGSE, convencido de su labor social integradora. Sus alumnos variados como sus caras exigen diversas respuestas: la bulliciosa Secundaria, la prometedora Garantía Social, los circunspectos Bachilleratos y la atrayente Formación Profesional. Su instinto social lo ha transformado en un centro moderno al menos en espíritu, que, con Ortega y Gasset, afirma que "siempre es más fecunda una ilusión que un deber".
 
 
 
Francisco Vidal González 1996

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