viernes, 15 de enero de 2016


REGENERACIÓN DEMOCRÁTICA

El otro día, conversando con un amigo sobre la denominada regeneración democrática, me dijo tajante: ¡Me río yo de esta regeneración! Me quedé pensativo, preocupado, incluso desconcertado por su respuesta. Sin esperar mi contestación, síguió hablando lo que transcribo.
Nuestros partidos, los que como pueblo soberano hemos elegido o nos han dado como castigo las urnas, como el rey a las ranas del cuento, se calientan la boca hablando de altura de miras, cuando es fácil deducir por sus actuaciones que no son capaces ni de alcanzar a ver la copa del árbol, cuanto menos de llegar a deslumbrarse con la belleza de las estrellas, y que su principal preocupación no es trabajar por el común, sino conseguir, incluso detentar el poder, aun desdiciéndose de sus principios, y destrozar al adversario.
Leo en un periódico nacional que uno de estos partidos defiende su candidatura a presidir el Congreso de los Diputados, señalando que la presidencia debe representar la nueva pluralidad, aunque no es difícil entender que lo que se busca es alcanzar la presidencia, no entregársela a algunos de los partidos llamados emergentes, signo de los nuevos tiempos: cuando se gana, porque se gana, cuando se pierde, porque todos tenemos derecho a estar ahí y no solo los ganadores. Pero uno en su ingenuidad se pregunta, si como dicen en su investidura los presidentes del Congreso a lo largo de estas legislaturas, van a trabajar con independencia, para todos los grupos, ¿qué más da quién esté en la presidencia? ¿O es que nos siguen mintiendo en esto también?
En realidad nada ha cambiado, todo indica, viendo los acuerdos finales, que unos y otros siguen persiguiendo el poder, el sillón, con mayor o menor legitimidad, la cuota de poder, la sopa boba o no tan boba, campar por sus respetos, conseguir, aunque solo sea, un minuto de gloria. La Nación puede esperar. Quizás algún día los ciudadanos aprendamos y les ocurrirá como a Pedro (me refiero al protagonista del cuento Pedro y el lobo). Cuando algún día se decidan a decirnos la verdad, si eso es posible en este país, no nos lo creeremos y tal vez nos dé igual lo que digan. Pero sigue habiendo demasiado voto cautivo y de eso se aprovechan.
Pero y qué sucede con los nuevos partidos. Se han desgañitado durante años criticando el borregismo institucional parlamentario tan evidente en esta nuestra democracia tan singular, en la que los diputados son manejados por el pastor de turno, temerosos del mastín estatutario; sin embargo, en cuanto huelen las mieles del sillón parlamentario, no solo se mantienen en el borregismo, sino que lo enmiendan y corrigen con precisión filológica: nos enteramos que unos votarán lo que les manden sus jefes, muy disciplinados, como correctos ácratas borreguiles, y otros harán los que les notifiquen los nuevos jefes a los que sus amos los han vendido como esclavos, para realizar trabajos que antes detestaban. ¡Viva la regeneración! ¿Y todo por qué? Pues por disfrutar del sillón y lo que con él cae, no sea que unas nuevas elecciones no nos dejen sentarnos, no nos engañemos.
Todos se han bajado no solo los pantalones nacionales o nacionalistas, sino faldas y prendas más íntimas, dejando al aire las vergüenzas, para quien quiera y resalto lo de quiera, verlas. Ahora, ¡no se piensen los lectores que por razones serias y convenientes, digan lo que digan!, no, sino por alcanzar lo que llaman cuotas de poder  o procurar alcanzarlas (ambición) o por fastidiar al contrario (perversidad). Otro ejemplo más, incluidos los llamados partidos emergentes, de regeneración democrática. Y es que muchos simples siguen defendiendo que en esto consiste la política. Si estos tienen razón, ¡bendita profesión la del político!
En nuestro país, a pesar del tan cacareado desarrollo y modernización, se mantienen atávicos principios y actuaciones que nos sitúan en la España más negra, envidiosa, miserable y rencorosa. Como se demuestra también en otros aspectos de la vida española. La altura de miras, la visión de estado son metas lejanas, propias de otros países más avanzados. No solo no hay visión de estado, sino que se prefiere machacar al contrario, pues en eso parece consistir la oposición, aunque se pierda algo con ello, incluso el bienestar del país. Algo parecido ya sucedió en Valladolid allá por 1470, cuando cayó en manos del Marqués de Villena, seguidor de Enrique IV. Cuenta un confidente del rey don Juan II de Aragón en Castilla que, por parte de los seguidores de los futuros Reyes Católicos, “ha preferido el Almirante perder el un ojo por que Juan de Vivero perdiese los dos”. El hecho fue que, tuviera uno u otro más o menos razón o legitimidad, Isabel y Fernando, recién casados, a quien los dos nobles debían vasallaje, perdieron Valladolid, que pasó a manos de sus enemigos.
Hoy asistimos con temor a escenas parecidas. ¡Qué lejos ahora los casos de Alemania o Francia, países y políticos con clara visión de estado. Los tan cacareados cincuenta años de retraso de España con relación a los principales países de Europa, de los que venimos hablando desde el siglo XIX, hoy parecen certificarse al menos en lo político. Seguimos anclados en la mitad del siglo XIX, en las luchas encarnizadas entre liberales y conservadores, cuando no en la mitad del siglo XX que no somos capaces de superar.
Da vergüenza haber propiciado con el voto la permanencia de este personal en la escena política. En el pecado llevamos la penitencia. ¡Pero es tan hermosa la democracia! Esa es nuestra gran debilidad.
Y lo triste es que ahora que tanto se habla de la necesidad de negociar, de consensuar grandes proyectos nacionales como la educación, las pensiones o la sanidad: en pocas palabras, el estado del bienestar, todo ello de capa caída (y si no que se lo pregunten a las aseguradoras sanitarias), qué mejor momento para que los dos grandes partidos y algunos otros lleguen a un acuerdo de mínimos, amparados, aunque solo sea, en la falta de mayorías absolutas, y ofrecer al pueblo unas leyes de educación, de pensiones, de sanidad, etc. que garanticen por muchos años nuestro bien ganado estado del bienestar.
Pero, ¡ay!, que esto parece más propio del país de nunca jamás hablando de nuestros políticos, que manejan con maestría el lema de quítate tú para ponerme yo. Ya se sabe que no hay peor sordo que el que no quiere oír. ¡Qué país!



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