EVALUACIÓN Y CALIFICACIÓN
Inmersos ya
en la implantación de la LOMCE, asistimos con temor a ciertas discrepancias
sobre aspectos profesionales. No nos referimos tanto a las discrepancias
políticas, verdadera rémora para el barco de la enseñanza, sino a las de los
profesionales de la misma. Así ocurre desde hace más de cuarenta años con el
tema de la evaluación o mal llamada evaluación, uno de los puntos donde parece
ponerse el acento en este proceso de implantación y verdadero dolor de cabeza
para un profesional perplejo y desorientado.
No hace mucho
tiempo intentaba explicar las razones de por qué, tras cuarenta años de mandato
normativo y aplicación, todavía hoy no se realiza bien el proceso de evaluación
continua (Francisco Vidal González, “Evaluación continua”, Revista Supervisión 21, n.º 25, julio 2012,
Siete años
llevamos ya aplicando la LOE y la evaluación por competencias a ella unida, y
se vuelve a repetir el error: no se evalúan competencias sino que se califican
a partir de la nota que obtiene el alumno en los contenidos de cada materia, a
lo que se aplica una nota genérica, porque el problema no está tanto en la
calificación como en entender el nuevo concepto y las ideas que subyacen a él
y, por tanto, aplicar una metodología adecuada y un proceso de evaluación
consecuente con esa metodología.
Pero es que
la programación didáctica de los departamentos sigue siendo una serie de
folios, una obligación administrativa, un imperativo legal ajeno a los
profesores, que no la sienten suya, interpretado, además, por otras instancias:
algo impersonal, cuando el currículo es, como veremos y así aparece recogido en
toda la literatura sobre didáctica, la reflexión del profesional sobre su
quehacer diario. La contradicción, de
facto, es evidente.
Nuestra
convicción es muy distinta, y así lo expresábamos en el artículo citado.
Nuestra convicción es “que la programación didáctica que concreta el currículo
oficial es el documento en el que el profesor expone sus ideas sobre la
enseñanza y su forma de actuar. Ello supone que el profesor ha realizado un
sereno acto de reflexión de la normativa, de la función de su área o materia en
el nivel educativo correspondiente y de las teorías psicológicas y pedagógicas
que tratan sobre el proceso de enseñanza y aprendizaje, y que lo que allí se
dice tiene coherencia terminológica, conceptual e incluso ética o deontológica.
Es decir, es mucho más que un documento administrativo, es el compromiso de un
profesional”.
Porque, y
seguimos citando “el profesor debe ser, ante todo, un investigador capaz de dar
respuesta y solución a los problemas educativos y favorecer el crecimiento del
alumno, como ser que piensa autónomamente y que pretende ser miembro
responsable de una sociedad. Coinciden estos recuerdos con las ideas sobre
investigación en la acción de Elliott o Stehouse, que proponen que el profesor
se convierta en un investigador en el aula. A la vez, coinciden también con la
bella definición que M.ª Hortensia Lacau ofrece sobre educación en su libro La lectura creadora (1966:17)”.
Por ello la
programación debe hacerla el profesor, respetando los epígrafes de la norma,
pero con sus ideas. Más cuando los legisladores, con mucha prudencia,
establecen orientaciones metodológicas
para ayuda del profesorado, pero siempre respetando un principio normativo
superior un tanto olvidado, como es la libertad de cátedra reconocida en la
LODE. En el fondo, lo que subyace es una atávica desconfianza en la trabajo y
capacidad del profesorado.
Las
editoriales presentan en una especie de acuerdo sospechoso un sistema no de
evaluación, sino de calificación de estándares absolutamente demencial, en el
que podrían tomarse unas trescientas notas por alumno y sesión de evaluación,
solo tratable de manera informática y con un gasto de tiempo extraordinario
para el profesor que no podrá dedicarse a otra cosa.
El cambio que
la evaluación por estándares precisa no creemos que esté en emplear este u otro
instrumento de evaluación más o menos novedoso como las rúbricas, sino de
(¡otra vez!) acometer un cambio metodológico con el asesoramiento necesario, a
partir de ideas claras sobre el papel del currículo, y dejar trabajar a los
profesionales con la supervisión que se considere oportuna, si realmente
creemos que lo son y no meras correas de transmisión.
Evaluar y calificar se
consideran todavía hoy desgraciada y erróneamente como sinónimos. La influencia
del conductismo por un lado, y la presión social y la competitividad trasladada
al aula, por otro, están en el origen y mantenimiento del error.
Pero vayamos por partes y
comencemos por la definición de ambas para realizar una análisis lo más
ajustado posible.
La evaluación es un proceso que
permite conocer el estadio en el que se encuentra una actividad o institución,
con el fin de proponer acciones de mejora. Evaluar significa emitir un juicio
sobre alguna realidad. La evaluación, por tanto, no tiene un fin en sí misma,
sino que es un medio de conocimiento y de actuación; es decir, posee carácter
formativo e informativo. Pero a esta función se le añaden otras de tipo social:
acreditación, titulación, valoración del sistema, etc. Cuando en la evaluación
prima esta función social, la evaluación se produce en momentos concretos y con
fines sociales, generalmente fuera del proceso educativo.
Calificar lo define la RAE en la acepción tercera,
edición de 2014, de su diccionario, como “juzgar el grado de suficiencia o de
insuficiencia de los conocimientos demostrados por un alumno u opositor en un
examen o ejercicio”. La calificación la define: “2. Puntuación obtenida en un
examen o en cualquier tipo de prueba”. La calificación no es sino una de las
funciones, una consecuencia de la evaluación, algo secundario para la
evaluación, cuya función primordial es conocer para actuar. Por lo tanto, con
Gimeno Sacristán (1998:24) creemos que “si la evaluación tiene que servir para
que los profesores reflexionen sobre la práctica y sobre cómo responden los
alumnos a las demandas que se les hace, es preciso recoger y plasmar otras
informaciones que no sean las simples calificaciones escolares tradicionales”.
No se trata de huir de la calificación, necesaria y obligatoria normativamente
hablando, sino de sumir la evaluación y la calificación en el proceso educativo
y propiciar efectivamente los valores del trabajo diario, el esfuerzo y dotar a
la evaluación de valores positivos, como los de conocimiento y mejora e
instrumento que coadyuve a la motivación del alumno por el estudio.
El concepto
de evaluación es casi sinónimo del de supervisión. Eduardo Soler Fiérrez ofrece
una definición general de supervisión (Fundamentos de supervisión educativa,
Madrid, La Muralla ,
1993, p. 48): “El estudio de los principios, estrategias, técnicas,
procedimientos e instrumentos de control, orientación y valoración que se lleva
a cabo en el seno de las organizaciones en orden a su vertebración, regulación,
impulso e innovación. En su ya clásico libro (La visita de inspección,
Madrid, La Muralla ,
1991, pág. 110), Eduardo Soler Fiérrez recoge la afirmación de D. Sperb sobre
la supervisión: “La supervisión será siempre una forma de verificación, de
evaluación con el fin de prestar ayuda y colaboración”.
En términos
generales, supervisar es ejercer el control de cualquier proceso de producción,
fabricación u otro tipo de actividad para conseguir niveles óptimos de calidad
y rentabilidad. Y ese es el sentido de la evaluación y el principal papel del
profesor como evaluador. A ello se añade otra función del profesor, la de
cuantificar numéricamente ese grado de asimilación de contenidos o adquisición
de competencias ahora, con un carácter eminente social y de concurrencia
competitiva si fuera necesario.
Falta una
explicación didáctica y seria de la nueva metodología que predica la normativa
sobre el trabajo y evaluación por competencias. El profesor sigue siendo
autodidacta en este país en todo lo relacionado con dar clase, con el uso de
procedimientos pedagógicos y didácticos, primordial en otros países avanzados
en esto de la enseñanza.
Evaluar está
relacionado con conocimiento de la situación para provocar cambios positivos,
mejora a través de la adaptación del proceso al alumnado, sin perder de vista
los contenidos. En última instancia, la adaptación de la metodología o del
procedimiento de instrucción. Mientras que calificar consiste en constatar el
grado de adquisición de un conocimiento o competencia de forma más o menos
objetiva y establecer un valor con fines sociales. Son dos ideas, pues, muy
distintas, aunque también el legislador las confunda habitualmente en la norma.
El acento
debe ponerse en lo primero, en la evaluación: lo verdaderamente educativo y lo
que aporta valor añadido al proceso de enseñanza-aprendizaje, sin olvidar
nuestra labor social, procurando ser lo más objetivos posible en nuestra
calificación, por la trascendencia que pueda tener en la vida del alumno.
La evaluación
consecuente con la metodología y la correcta elección de los otros aspectos del
currículo (léase aquí programación) nos convierte en profesionales; la
calificación, y más este tipo de calificación puramente numérica, nos
transforma en auxiliares administrativos, dicho sea con todo el respeto por la
labor de los auxiliares administrativos, entre los que tengo buenos amigos y
algo más que amigos.
El
profesional solo lo es si es autónomo; autonomía que predican no sé si en el
desierto las distintas y demasiadas leyes y normas de educación de nuestra
etapa democrática.
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