REGENERACIÓN DEMOCRÁTICA
El otro día,
conversando con un amigo sobre la denominada regeneración democrática, me dijo
tajante: ¡Me río yo de esta regeneración! Me quedé pensativo, preocupado, incluso desconcertado por su respuesta. Sin esperar mi contestación, síguió hablando lo que transcribo.
Nuestros
partidos, los que como pueblo soberano hemos elegido o nos han dado como
castigo las urnas, como el rey a las ranas del cuento, se calientan la boca
hablando de altura de miras, cuando es fácil deducir por sus actuaciones que no
son capaces ni de alcanzar a ver la copa del árbol, cuanto menos de llegar a
deslumbrarse con la belleza de las estrellas, y que su principal preocupación
no es trabajar por el común, sino conseguir, incluso detentar el poder, aun
desdiciéndose de sus principios, y destrozar al adversario.
Leo en un
periódico nacional que uno de estos partidos defiende su candidatura a presidir
el Congreso de los Diputados, señalando que la presidencia debe representar la
nueva pluralidad, aunque no es difícil entender que lo que se busca es alcanzar
la presidencia, no entregársela a algunos de los partidos llamados emergentes,
signo de los nuevos tiempos: cuando se gana, porque se gana, cuando se pierde,
porque todos tenemos derecho a estar ahí y no solo los ganadores. Pero uno en
su ingenuidad se pregunta, si como dicen en su investidura los presidentes del
Congreso a lo largo de estas legislaturas, van a trabajar con independencia,
para todos los grupos, ¿qué más da quién esté en la presidencia? ¿O es que nos
siguen mintiendo en esto también?
En realidad
nada ha cambiado, todo indica, viendo los acuerdos finales, que unos y otros
siguen persiguiendo el poder, el sillón, con mayor o menor legitimidad, la
cuota de poder, la sopa boba o no tan boba, campar por sus respetos, conseguir,
aunque solo sea, un minuto de gloria. La Nación puede esperar. Quizás algún día
los ciudadanos aprendamos y les ocurrirá como a Pedro (me refiero al
protagonista del cuento Pedro y el lobo). Cuando algún día se decidan a
decirnos la verdad, si eso es posible en este país, no nos lo creeremos y tal
vez nos dé igual lo que digan. Pero sigue habiendo demasiado voto cautivo y de
eso se aprovechan.
Pero y qué
sucede con los nuevos partidos. Se han desgañitado durante años criticando el
borregismo institucional parlamentario tan evidente en esta nuestra democracia
tan singular, en la que los diputados son manejados por el pastor de turno,
temerosos del mastín estatutario; sin embargo, en cuanto huelen las mieles del
sillón parlamentario, no solo se mantienen en el borregismo, sino que lo
enmiendan y corrigen con precisión filológica: nos enteramos que unos votarán
lo que les manden sus jefes, muy disciplinados, como correctos ácratas
borreguiles, y otros harán los que les notifiquen los nuevos jefes a los que
sus amos los han vendido como esclavos, para realizar trabajos que antes
detestaban. ¡Viva la regeneración! ¿Y todo por qué? Pues por disfrutar del
sillón y lo que con él cae, no sea que unas nuevas elecciones no nos dejen
sentarnos, no nos engañemos.
Todos se han
bajado no solo los pantalones nacionales o nacionalistas, sino faldas y prendas
más íntimas, dejando al aire las vergüenzas, para quien quiera y resalto lo de quiera,
verlas. Ahora, ¡no se piensen los lectores que por razones serias y
convenientes, digan lo que digan!, no, sino por alcanzar lo que llaman cuotas
de poder o procurar alcanzarlas
(ambición) o por fastidiar al contrario (perversidad). Otro ejemplo más,
incluidos los llamados partidos emergentes, de regeneración democrática. Y es
que muchos simples siguen defendiendo que en esto consiste la política. Si
estos tienen razón, ¡bendita profesión la del político!
En nuestro
país, a pesar del tan cacareado desarrollo y modernización, se mantienen
atávicos principios y actuaciones que nos sitúan en la España más negra,
envidiosa, miserable y rencorosa. Como se demuestra también en otros aspectos
de la vida española. La altura de miras, la visión de estado son metas lejanas,
propias de otros países más avanzados. No solo no hay visión de estado, sino
que se prefiere machacar al contrario, pues en eso parece consistir la oposición, aunque se
pierda algo con ello, incluso el bienestar del país. Algo parecido ya sucedió
en Valladolid allá por 1470, cuando cayó en manos del Marqués de Villena,
seguidor de Enrique IV. Cuenta un confidente del rey don Juan II de Aragón en
Castilla que, por parte de los seguidores de los futuros Reyes Católicos, “ha
preferido el Almirante perder el un ojo por que Juan de Vivero perdiese los
dos”. El hecho fue que, tuviera uno u otro más o menos razón o legitimidad,
Isabel y Fernando, recién casados, a quien los dos nobles debían vasallaje,
perdieron Valladolid, que pasó a manos de sus enemigos.
Hoy asistimos
con temor a escenas parecidas. ¡Qué lejos ahora los casos de Alemania o Francia,
países y políticos con clara visión de estado. Los tan cacareados cincuenta
años de retraso de España con relación a los principales países de Europa, de
los que venimos hablando desde el siglo XIX, hoy parecen certificarse al menos
en lo político. Seguimos anclados en la mitad del siglo XIX, en las luchas
encarnizadas entre liberales y conservadores, cuando no en la mitad del siglo
XX que no somos capaces de superar.
Da vergüenza
haber propiciado con el voto la permanencia de este personal en la escena
política. En el pecado llevamos la penitencia. ¡Pero es tan hermosa la
democracia! Esa es nuestra gran debilidad.
Y lo triste
es que ahora que tanto se habla de la necesidad de negociar, de consensuar
grandes proyectos nacionales como la educación, las pensiones o la sanidad: en
pocas palabras, el estado del bienestar, todo ello de capa caída (y si no que
se lo pregunten a las aseguradoras sanitarias), qué mejor momento para que los
dos grandes partidos y algunos otros lleguen a un acuerdo de mínimos, amparados,
aunque solo sea, en la falta de mayorías absolutas, y ofrecer al pueblo unas
leyes de educación, de pensiones, de sanidad, etc. que garanticen por muchos
años nuestro bien ganado estado del bienestar.
Pero, ¡ay!,
que esto parece más propio del país de nunca jamás hablando de nuestros
políticos, que manejan con maestría el lema de quítate tú para ponerme yo. Ya
se sabe que no hay peor sordo que el que no quiere oír. ¡Qué país!